Hacía varias horas que el Sol había
salido de su escondite, sus rayos iluminaban los montes y estaba todo verde. Era
primavera y todo el campo estaba en esplendor; los torrentes del deshielo se
deslizaban por las laderas de las montañas formando hermosas cascadas y lagos
cristalinos que llenaban de vida el paisaje. Las plantas comenzaban a brotar después
del largo letargo del invierno y todo tipo de flores salpicaban de colores el
paraje.
Sobre una piedra musgosa bajo la sombra de
un gran árbol se encontraba un muchacho dormido. Su pelo era dorado y sus
ropajes anticuados para la época de la que él era. La luz acabó por desvelarle
y se asustó al comprobar que estaba rodeado de exuberante vegetación. Estaba
desorientado, su memoria viajaba a la velocidad de la luz y su mente no hacía más
que preguntar ¿Dónde estoy? ¿Me he quedado dormido?¿Estoy soñando o es real?
Poco a poco las preguntas llenaban su cabeza y no podía responderlas porque ni
sabía dónde se encontraba.
Al lado de la piedra había una
pequeña charca en la que se lavó el rostro y con la túnica azul que llevaba se
secó la cara. Después se sentó en la roca para pensar, debía centrarse, nada de
eso podía ser real: había soñado que unas hadas le hablaban de mundos ocultos y
que además debía encontrar algún cómplice de alguien que, él dudaba que
existiera para que pudiese volver a Tirenae o como se llamara esa tierra,
¿Acaso estaban los cereales que había desayunado contaminados con algún hongo
alucinógeno? ¿Se había perdido en la cueva o caído por alguna sima? Tenía que
debatirse entre la realidad o la ficción de su situación y cómo salir de ahí y
pedir ayuda a los médicos porque eso no era normal.
A pesar de la furia e impotencia
intentó analizarlo con toda la tranquilidad posible. En primer lugar, debía intentar
escapar, si no lo lograba porque fuese cierto que estaba atrapado en otra época,
debería trazar un plan de huida. Limëy le había dicho que comenzara por buscar
al vasallo de Hördtein, ya que había sido él, el que le había movido de tiempo,
debía encontrarle y que le llevase de vuelta a casa. No quería saber nada más de
Thirenae, le encantaría que fuera verdad y poder explorarlo, pero nada de eso
podía estar sucediéndole realmente. ¿Cómo lo haría? No lo sabía, por ahora
debía preocuparse por intentar despertar, si no lo conseguía su prioridad debería
ser no quedarse a la intemperie de la montaña.
Se levantó de la piedra y decidió
subir a un lugar desde el que pudiese ver algo; se encontraba en el fondo de un
pequeño valle, junto al río. Mientras ascendía a través de helechos bajo los
frondosos pinos y fresnos que tapizaban la ladera del pequeño valle, no sabía
cómo reaccionar, quería reír y gritar enfurecido al mismo tiempo. Cuando llegó
a un rellano más despejado, pudo observar un camino de tierra que no presentaba
señales de ser muy transitado, decidió seguirle.
El camino parecía no llevar a ningún lado,
según la posición del Sol debían ser las primeras horas de la mañana y de estar
en España, estuviera donde estuviera, se encontraba en uno de sus muchos sistemas
montañosos. La senda comenzó a discurrir en paralelo a un torrente y más tarde
desembocó en la orilla del río junto al que parecía haber dormido.
Mientras continuaba andando, llegaban a su
cabeza recuerdos fugaces de los últimos días como la excursión con sus compañeros,
los paseos por el barrio, incluyendo Thirenae. Lo que le recordaba
constantemente que debía despertar o hacer algo, no podía limitarse a deambular
esperando a que sucediera algo, ¿Suceder? ¿El qué? ¿Despertar de golpe en el
hospital o resignarse a obedecer lo que sus desvaríos le habían explicado?
En esta ocasión no sabía si debía resignarse.
Su cordura estaba en tela de juicio ¿Hablar con hadas? ¿Tierra de los Sueños?
No le parecía muy convincente, y si hablara de ello a cualquier psiquiatra no
tardaría en llegar a la misma conclusión que él: había empleado tanto tiempo
leyendo y deseando escapar de su mundo, de su rutina, sosteniendo una dura
coraza a su alrededor, que todo había desembocado en una locura extrema cual
quijote moderno.
Sumido en sus atormentados pensamientos,
llegó a una gran charca del río formada en las grandes marmitas de gigante que
el agua había hondado en las rocas. Al verla,
encontró la solución: se tiraría desde el saliente de la roca al fondo
de la misma, el impacto y el cambio de temperatura sería suficiente para
despertarle, de hecho, despertaría justo antes de impactar contra el agua tras
experimentar la conocida sensación de caída libre. Las dudas le rebatían el
plan una y otra vez ¿Y si no estaba en trance ni dormido? ¿Y si la charca no
era del todo profunda?
Sin esperar más, se zafó de la
túnica azul que llevaba como capa por si acaso no despertase tener algo seco,
pero no quería ser negativo, debía precipitarse al vacío y despertar antes de
llegar al agua. Le invadió un conocido sentimiento, miedo, pero no podía
quedarse parado, no como hacía en la vida real, debía sobrevivir e intentar
despertar, si no saltaba quizá no despertase nunca de ese estado en el que se
encontraba.
Miró la altura que debía salvar
con el salto y el sentimiento de miedo se expandió por cada recoveco de su ser,
no sabía si lograría superar la pequeña cascada del río, pero con más valentía
de la que creía tener se lanzó contra el charco, hacia el agua del deshielo de
las montañas.
Según caía esperaba despertar,
esperó un segundo, se sentía caer al vacío, otro segundo más, nada sucedía, justo
antes de notar como miles de cuchillos afilados atravesaban cada poro de su
piel, pudo coger una bocanada de aire que se heló nada más entrar en los
pulmones, al igual que el resto de su cuerpo. Se quedó paralizado, se retorcía
de dolor mientras su ser permanecía petrificado, helado, no podía pensar,
parecía que sus neuronas habían entrado en un radical proceso de hibernación.
Cuando se hizo evidente la falta
de aire, comenzó a ser consciente de que seguía bajo el agua. Su cuerpo
entumecido parecía no querer moverse ni un ápice, se negaba a salir afuera y
descubrir que seguía dormido, que seguía enfermo, descubrir que, aunque no
fuese racional, podría ser verdad lo que le habían dicho las hadas.
Tan rápido como sus extremidades
le permitieron, ansioso por encontrar aire, comenzó a impulsarse hacia la
superficie, le quedaban unos metros y el dolor en el pecho se iba
incrementando, necesitaba respirar, el cuerpo hacía el ademán de inspirar, pero
no podía, tan sólo unas brazadas más y podría sentir el aire cálido inundar sus
pulmones helados.
En cuanto irrumpió con fuerza en
el exterior calmó su ansiada sed de oxígeno. Aunque algo dolorosa, la bocanada
fue apremiada por su cuerpo, poco a poco se fue acercando a la orilla y
consiguió salir agarrándose fuerte a las rocas para no ser arrastrado por la
corriente. Se tumbó boca arriba mirando el cielo mientras intentaba reponerse
del choque térmico. Sin haberse tranquilizado, comenzó a gritar y a darse
golpes en las piernas, se pellizcó los brazos con todas sus fuerzas y siguió
gritando mientras que intentaba reprimir unas lágrimas de impotencia.
Tras un buen rato así, cuando se
hubo calmado, subió de nuevo a la roca donde había dejado la túnica y, allí se
quitó la camisa blanca empapada para dejarla secar. Se quedó en los pantalones
pinzones marrones y se cubrió con la capa azul. Mientras entraba en calor dio
rienda suelta a los pensamientos que afloraban de nuevo en su fuero interno. No
había despertado, por un instante le había parecido ver de nuevo la cueva, pero
no, había sido un deseo tan fuerte que había caído en balde. Tan sólo le
quedaba secarse y descender junto al río hasta un lugar menos alto, aunque
hiciese calor al Sol en cuanto desapareciese en la velada se congelaría de
frío.
Tras un tiempo que siguió pensando,
pellizcándose y queriendo huir de esa pesadilla, se puso de nuevo la camisa y emprendió
de nuevo el descenso. Tuvo que alejarse del río pues cada vez se encajaba más
en la roca y se hacía intransitable la orilla. En esa zona, el bosque era más cerrado,
el suelo estaba húmedo y la frondosidad apenas dejaba pasar luz potente. Por la
corteza marrón y anaranjada los hongos campaban a sus anchas, los troncos
estaban cubiertos por líquenes y las rocas por suave y aterciopelado musgo.
En su cabeza seguía dándole
vueltas a la situación y no podía dejar de sentirse inseguro, desprotegido y desorientado
al tener la sensación de encontrarse en un sueño que jamás se acababa. Su
intranquilidad aumentaba al mismo tiempo que su mente le recomendaba que aceptara
que posiblemente, estuviese perdido por la línea del tiempo y no sabía si
volvería alguna vez a casa. Deseaba que todo fuese una pesadilla y despertar en
cualquier momento.
Sería la hora del mediodía cuando
regresó a la orilla para refrescarse y sentarse bajo la sombra de unos árboles.
Mientras se mojaba la cara y la cabeza vio el reflejo de una gran montaña
rocosa en la charca del río, esa forma tan significativa le llamaba la
atención, la había visto antes, pero estaba oculta por los arbustos y los árboles.
Centrando ahora su vista en la cantidad de rocas que presentaba la montaña de
enfrente y la forma en especial de aquella que había suscitado su atención, una
voz en su cabeza le susurraba el lugar en el que estaba, pero no se lo creía,
no podía haber viajado en el tiempo para acabar en ese lugar, ¿Quién le iba a
querer transportar a la sierra? ¿Se habrían equivocado?
Indudablemente ese era el lugar,
aunque aún le faltaban muchos años de erosión, el granito de aquella montaña
dejaba intuir la forma de la cabeza de un elefante y no lo podía negar, estaba en
La Pedriza a la orilla del Manzanares, en su curso alto.
No podía calcular en qué época se
encontraba, pero sus vestimentas eran bastante antiguas, parecían sacadas de un
museo. Tan sólo tendría que seguir el río para llegar a Madrid, si es que
existía en esa época. ¿Pero qué estaba pensando? Eso era un indicio más de que
estaba soñando y debía despertarse, pero no sabía cómo ¿Por qué si no habría
despertado en un lugar al que había ido en demasía con sus padres?
La hora de comer se iba acercando
y tenía hambre. La incertidumbre iba de la mano con el pánico; ganando terreno
en su mente. A cada paso que daba sentía que se alejaba un poco más de la
realidad, como si de un abandono del consciente se tratase, adentrándose cada
vez más hacia lo oscuro, misterioso, e irreal. Todo sería más fácil si su
consciente no le obligara a plantearse en cada paso si era un sueño o no, pues
lo percibía todo real y no se había despertado al lanzarse al río.
No podía creer que a pesar de sus
pensamientos, el entusiasmo aflorara por estar cerca de casa en un lugar
conocido, pero desconocido al mismo tiempo. Le animaba a seguir, sentir esa
sensación acogedora de estar en tu tierra, en casa, le era reconfortante, al menos
más que despertar en una habitación extraña llena de criaturas mágicas
surrealistas.
Aunque el hambre empezaba hacer
eco en su cuerpo, ya no quería comer nada de la naturaleza salvaje por miedo a
volver a experimentar los dolores. Los recuerdos como flashes le agolpaban la
mente mientras descendía junto al río. Le mostraban veces que había ido a ese
lugar con sus padres, con su familia o con su amigo Jorge. Le parecía doloroso
andar por un lugar conocido, sabiendo que nadie ni nada podría reconocerle ni
ayudarle. ¿Qué podía hacer? Quería despertar.
Esos pensamientos dejaban paso a
otros más amargos que solía guardar con la esperanza de que no salieran nunca
del cajón. Ahí solo, fuese un sueño o no, no podía evitar recordar toda la
crueldad con la que le habían tratado en el colegio y a su vez el no tratarle,
pues cuando necesitaba ser invisible, se metían con él, y cuando todo estaba
bien y le gustaría alguna atención, ni siquiera recibía una mirada amenazadora.
Había días que, hasta el peor de los insultos le hubiese animado haciéndole ver
que no era invisible, insignificante, nada. Eso le asustaba, ¿Estaba tan
hundido como se sentía?
Alguna vez, pero pocas, se lo
había comentado a Jorge ya que él llegó después pero no lo entendía. Tan sólo
aquellas personas que hubieran pasado por algo similar podrían comprenderle
cuando decía que hay días en los que hasta un trato despectivo se podía elevar
a lo mejor frente a la enorme tristeza por toda la soledad impuesta, contra el
vacío inmenso de no ser nada y no importarle a nadie ni para siquiera ser
objeto de sus burlas.
Mientras divagaba se le hacía la
tarde cada vez más eterna, se vio obligado a volver a parar, el hambre parecía
reclamar a gritos su comida. Hacía mucho calor y necesitaba refrescarse; se sentó
de nuevo a la sombra y mientras observaba los peces nadar descansó un rato
incluyendo su mente, no le gustaba pensar esas cosas porque no quería hacerse
más daño recordándolo.
El calor empezó a calmarse y Adrián
volvió a emprender el viaje; el río iba recogiendo agua de otros arroyos mientras
pasaba por la sierra. El cielo comenzaba a perder su color azulado para irse
atenuando cuando Adrián paró en seco para pensar en la situación real, debía
buscarse un pequeño refugio para dormir y algo que comer, si no, tendría mucho
frío y hambre.
Decidió avanzar
perpendicularmente al río hacia una zona que parecía ser más abierta de ese
bosquecillo. Desde la linde pudo observar una pequeña explanada de hierba verde
con algunas rocas en el extremo opuesto. Debería dirigirse allí para guarecerse
por la noche, aunque lo que hizo más contundente su decisión fue la existencia
de un grupo de conejos saltando entre el pasto.
Sigilosamente se acercó entre los
árboles a la zona más cercana a ellos, entonces rápidamente salió corriendo
hacia los lagomorfos túnica en mano para capturarlos con la tela. Tal y como
esperaba, todos sus intentos fueron fallidos. ¿De verdad había pensado en
capturarlos? ¿De esa forma?
Con hambre y desánimo llegó a las
rocas de la linde opuesta, por el camino fue cogiendo alguna rama seca con la
que intentaría hacer fuego, aunque tampoco era optimista en llegar a
conseguirlo. ¿Y si llovía o algún animal se acercaba al verle? Debía esconderse
bajo algo que le cubriese. Cerca vio unas cuantas retamas sobre otras piedras,
recordaba como su madre le había contado cómo de pequeña construía cabañas
imaginarias en el interior de esas plantas para jugar con sus tías.
Se acercó allí y pudo observar
como las tres retamas estaban juntas y muchas de sus ramas se entrecruzaban.
Como si le fuese el alma en ello comenzó a quitar las ramas que estorbaban en
el centro y a colocarlas entrelazadas como pared o como un techo improvisado
enredándolas con las ramas de las tres retamas.
Tardó relativamente poco tiempo
en acoplar todas las ramas sin que se desplomasen sobre el centro, ahora hueco.
Había construido un refugio improvisado pero que le serviría para guarecerse en
la noche.
En el canchal cerca de la entrada
colocó la escasa leña que había recogido, en el lateral del mismo había unas
cuantas hierbas secas, las recogió y las añadió al montón que había hecho con
las pequeñas ramas. Cogió dos piedras y con los últimos rayos de sol comenzó a
chascarlas encima de las ramas y la paja, pero no tenía resultados. Debía intentarlo
con más ahínco, si lo habían conseguido hacer todos los ancestros de la humanidad
sin tener ningún conocimiento previo, él también podía conseguirlo, aunque se
hubiera debido a casualidades, él tenía que intentarlo.
Tras muchos intentos, tan sólo
algunas chispas salían del pedernal. Lo intentaba una y otra vez pero nada
conseguía, decidió entonces probar frotando rápidamente dos pequeñas ramas, una
tumbada y otra perpendicular con gran tesón y a pesar, de casi no ver por la
falta de luz siguió intentándolo fallidamente.
La desesperación corría por sus
venas a la vez que la impaciencia llenaba todo su cuerpo, tenía que conseguirlo,
no podía esperar a morirse de frío o resignarse a ser devorado por algún animal
en la noche. Debido a los innumerables intentos en vano, los malos
pensamientos le acechaban, le trasladaban a todas las veces que se sentía
inútil y todas las ocasiones que le habían hecho sentir así como era el caso de
las clases de educación física, que se quedaba rezagado por no tener destreza
suficiente en los deportes. Algunos se le daban bien, pero no eran lo suyo,
siempre había sido muy torpe practicándolos por eso nunca le elegían hasta el
final a la hora de hacer los equipos. ¿Por qué no tenía seguridad en sí mismo?
¿Por qué no podía ser más optimista?
Las primeras estrellas abrían el
telón del largo acto de la noche, engalanadas con un brillo fuerte y un fondo
azul añil. Adrián retenía el nudo en su garganta, quería gritar como un loco,
llorar, correr, huir, pero no podía, estaba bloqueado. Quería escapar de allí,
pero no sabía ni siquiera encender un fuego.
Respirando cogió fuerzas que
creía inexistentes y volvió a intentarlo con las rocas. Ésta vez colocó las
pajas entre las dos piedras y comenzó a golpearlas de nuevo. En ocasiones
salían chispas, pero nada ocurría, su impaciencia de nuevo crecía y sus golpes
cada vez eran más seguidos y más fuertes, hasta que por la falta de luz no
calculó bien y se machó la mano. Adrián profirió el grito que había quedado
anidado en su garganta provocando que algunos pájaros cercanos saliesen volando
de sus árboles de descanso.
Sus lágrimas comenzaron a
agolparse fugazmente en sus ojos luchando por salir, al mismo tiempo que
descargaba toda su ira contra la piedra. Una y otra vez golpeaba las rocas casi
sin tener conciencia de ello, tan sólo olía a quemado y sus golpes iban
aumentando al igual que sus gritos. Al final fueron decelerando hasta que paró
un momento exhausto. Entonces comprobó como de algunas hierbas secas salía algo
de humo, decidió soplar y al ver cómo había prendido no pudo contener una risa
nerviosa que casi le cuesta perder el fuego.
Sopló todo lo despacio que pudo y
un humo blanco comenzó a aparecer, colocó rápidamente todas las ramas encima
con las manos doloridas y siguió soplando, el resto lo hizo la suave brisa que
la noche dejaba circular.
Cuando vio la hoguera encendida
se sentó frente a ella arropándose con la túnica y como si de un interruptor
camuflado hubiese activado, todas sus lágrimas comenzaron a descender lentamente
por sus mejillas como mecidas al ritmo de una lenta danza que tuviesen las
llamas.
No quería llorar, debía ser
fuerte, no podía derrumbarse al primer día, no sin saber cuánto tiempo estaría
perdido, no, por tener que pensar con calma, pero ¿Qué podía hacer si con la
vida moderna se habían perdido muchas habilidades de supervivencia? ¿Si con la
educación se favorecían los conocimientos prácticos y se olvidaban los
primarios?, el haberse adaptado a las tecnologías y las comodidades de una forma
tan estricta ahora le suponía una adversidad, del mismo modo que le ocurriría
algún día a toda la humanidad.
El hambre seguía haciéndose eco en
el silencio de la noche, tan sólo roto por el crepitar del fuego. No le
importaría coger algún conejo, desollarle y hacerle al fuego tal y como hacían
en las películas. Sin embargo, si no lo había conseguido a la luz del día no
sabía cómo lo conseguiría por la noche.
Recordaba una y otra vez dónde
tenían la madriguera los conejos, pensó en acercarse con la tela y taponar la
entrada, pero, aunque los lagomorfos fuesen más activos por la noche,
necesitaría un cebo o un incentivo para hacerles salir, comían pasto en su mayoría
por lo que un cebo de comida no le serviría de mucho. Entonces se le ocurrió
una idea, cogería una rama prendida, unas cuantas hierbas secas y las encendería
en el inicio de la madriguera, así con el humo obligaría a salir a los conejos.
Algo más animado por la idea de
comer, dio inicio al plan. Cogió un asta ardiendo y se acercó al agujero por donde
les había visto esconderse. Debía esperar que saliesen por otro orificio que
formase parte de la madriguera. Unos metros más alejado del pequeño talud, ya
en el pasto, había un hueco en el suelo.
Esa sería una salida, pero si
prendía la del pasto, en la salida del talud le sería más fácil atrapar los
conejos con la tela. Cogió dos ramas y ató los extremos de la túnica a cada una
y las clavó en la pequeña ladera con algo de esfuerzo para que quedase la tela
tapando la madriguera, pero con holgura para que quedasen atrapados en el
pliegue de la tela. Una vez preparado todo, colocó la hierba seca en el agujero
del pasto y lo prendió con la rama ardiendo.
No tardó mucho en ver cómo el humo
salía minutos después por el orificio del talud.
Tal y como había supuesto estaban conectados, sin embargo, aún no había movimientos en la tela. El humo aumentó cuando añadió unas cuantas ramas de un arbusto verde cercano; con el incremento le entró la tos, pero en la tela no parecía haber nada.
Tal y como había supuesto estaban conectados, sin embargo, aún no había movimientos en la tela. El humo aumentó cuando añadió unas cuantas ramas de un arbusto verde cercano; con el incremento le entró la tos, pero en la tela no parecía haber nada.
La tela comenzó a zarandearse, un conejo había
salido de la madriguera y quería huir. Adrián, retiró entonces con precaución
lo que estaba ardiendo para dejar de meter humo en la madriguera. Se acercó a
la túnica y cogiendo con cuidado la tela dejó al conejo en un atillo, bajando
del pequeño talud lo abrió un poco y pudo ver el pelaje pardo y las orejas del
lagomorfo, estaba bastante inquieto.
Se dirigía hacia la pequeña hoguera que había
conseguido encender cuando el conejo comenzó a gruñir y a proferir pequeños gruñidos
agudos. Adrián no le habría prestado mucha atención de no ser porque los
lamentos eran respondidos por otros quejidos más débiles que llenaban la
pradera, eran mucho más agudos y procedentes de la madriguera. Tea en mano
alumbró el agujero en el talud y pudo ver unos pequeños hocicos que sobresalían
y llamaban desesperadamente a su madre.
En ese momento sintió un gran
pesar en su interior ¿tenía tanto hambre como para matar a esa madre? ¿Era
capaz de dejar a todos los pequeños sin ayuda y condenarlos a morir? Su estómago
no tardó en oponerse, sin embargo, apoyó el atillo en el suelo y con sumo
cuidado desató el nudo de la túnica y de nuevo pudo contemplar al animal
nervioso que había dentro, pudo observar cómo intentaba ponerse a dos patas, al
verlo terminó de decidir cómo le soltaría. Con rapidez llevó la túnica hasta el
agujero donde minutos antes había prendido la paja para que la madre entrase
por allí y así no aborreciese a los pequeños por el estrés de haber sido
capturada. Cuando lo hizo, sacudió la túnica y volvió junto al fuego.
El hambre hacía rugir al estómago,
pero no podría haber acabado con ese conejo por mucho hambre que tuviese. Poco
a poco las llamas fueron menguando, y el calor que irradiaban invitaba a ir
apagándose al mismo compás que lo hacían ellas. El sueño le cogió por sorpresa,
a pesar de que se oponía a dormir pues era la prueba fehaciente de que
realmente no estaba soñando y todo lo que le había acontecido era cierto.
De repente un sonido en la noche
hizo que se despertara sobresaltado, apenas unas brasas quedaban por lumbre y
su respiración causaba vaho, se había quedado dormido junto al fuego, en lugar
de en su cobijo. Nada se escuchaba en esa noche de primavera, sólo un suave
viento que mecía de vez en cuando los árboles.
De nuevo escuchó el sonido que le había despertado y en ese momento que lo había oído le parecía estremecedor y espeluznante. Tan sólo lo había escuchado en películas, pero en ese momento era real, inconfundible y muy cercano, tanto que podía ver al lobo bajo la noche andando con cuatro más a su lado. Tenían el pelaje gris y una gran cola. El pánico le entró en el cuerpo, no podía mover ningún músculo, no quería hacer ruido y que viniesen a por él.
Muy despacio y con gran lentitud
se escondió en su pequeño refugio, estaba tan asustado que incluso aguantaba la
respiración para que no le escuchasen, pero nada parecía salirle bien pues uno
de ellos se dirigía hacia él. Quizá el olor del fuego le estuviese atrayendo.
El silencio era roto por el correteo de los lobos y sus olfatos, aunque lo que Adrián
no podía silenciar eran los latidos de su corazón, iba tan deprisa y bombeaba
tan rápido que parecía resonar en toda la sierra.
El cánido se acercaba a la roca
donde estaba la hoguera y la adrenalina le rebosaba por las venas, no tenía que
moverse, no debía casi respirar, no debía mirarle para que no apreciase el
brillo de sus ojos. Aunque quizá era lo que debiera hacer. Si el salto al río,
no había servido, quizás si un lobo le mordiera, incluso si le matara, tendría
la oportunidad de despertar y huir de ahí. Mientras pensaba; de un salto
alcanzó el lobo la roca y comenzó a olfatear alrededor de las brasas centrándose
en el lugar dónde se había quedado dormido, comenzó a raspar con las patas y
las uñas. Al verlo, Adrián desechó la idea de enfrentarse y dejarse atacar. Agachó
la cabeza y comenzó a pedir ayuda a Dios, a la suerte, al destino o la fuerza
que existiese para que el lobo no siguiese su rastro hasta debajo de las
retamas, pero el sonido de las uñas contra la roca y los pequeños sonidos de
excitación por haber encontrado un rastro le indicaban que no tenía todas de su
parte para llegar al amanecer.
Los arañazos sobre la roca
cesaron para sustituirse, tan sólo, por el olfateo de la bestia hambrienta y
deseosa por hincarle el diente. Imaginándolo se le erizaban los pelos aunque
momentos antes pensaba en dejarse atacar. Las ganas de observar si el lobo estaba
cerca aumentaban exponencialmente. Quiso mira,r pero no pudo, notó la
respiración del animal casi encima de su cabeza y entonces el nerviosismo le
hizo temblar provocando un brillo en los ojos del lobo, ya se había delatado, no
podía quedarse quieto. Salió rápidamente de las retamas y el animal se abalanzó
sobre él.
El terror invadía su cuerpo, pero tenía que defenderse, debía zafarse del
animal como fuera, pero no encontraba la manera y los afilados colmillos cada
vez estaban más cerca de rasgarle. Si al menos hubiese fuego, podría intentar
asustarles con eso, pero tan sólo quedaban unas cuantas brasas.
Poco a poco mientras lanzaba patadas
enfureciendo más a la bestia se desplazó hasta la hoguera, pero no había ninguna
rama a medio quemar, intentó alcanzar una, el animal atacó de nuevo tirándole
al suelo estrepitosamente. Las brasas estaban bajo el lobo y el calor no parecían
afectarle, lanzó un mordisco, pero alcanzó tan solo la tela para suerte de Adrián,
después de eso sólo recordó un fuerte aullido y un gran fogonazo de luz
antes de quedar totalmente inconsciente.
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