III. DESORIENTADO


Hacía varias horas que el Sol había salido de su escondite, sus rayos iluminaban los montes y estaba todo verde. Era primavera y todo el campo estaba en esplendor; los torrentes del deshielo se deslizaban por las laderas de las montañas formando hermosas cascadas y lagos cristalinos que llenaban de vida el paisaje. Las plantas comenzaban a brotar después del largo letargo del invierno y todo tipo de flores salpicaban de colores el paraje.

     Sobre una piedra musgosa bajo la sombra de un gran árbol se encontraba un muchacho dormido. Su pelo era dorado y sus ropajes anticuados para la época de la que él era. La luz acabó por desvelarle y se asustó al comprobar que estaba rodeado de exuberante vegetación. Estaba desorientado, su memoria viajaba a la velocidad de la luz y su mente no hacía más que preguntar ¿Dónde estoy? ¿Me he quedado dormido?¿Estoy soñando o es real? Poco a poco las preguntas llenaban su cabeza y no podía responderlas porque ni sabía dónde se encontraba.
 
Al lado de la piedra había una pequeña charca en la que se lavó el rostro y con la túnica azul que llevaba se secó la cara. Después se sentó en la roca para pensar, debía centrarse, nada de eso podía ser real: había soñado que unas hadas le hablaban de mundos ocultos y que además debía encontrar algún cómplice de alguien que, él dudaba que existiera para que pudiese volver a Tirenae o como se llamara esa tierra, ¿Acaso estaban los cereales que había desayunado contaminados con algún hongo alucinógeno? ¿Se había perdido en la cueva o caído por alguna sima? Tenía que debatirse entre la realidad o la ficción de su situación y cómo salir de ahí y pedir ayuda a los médicos porque eso no era normal.

A pesar de la furia e impotencia intentó analizarlo con toda la tranquilidad posible. En primer lugar, debía intentar escapar, si no lo lograba porque fuese cierto que estaba atrapado en otra época, debería trazar un plan de huida. Limëy le había dicho que comenzara por buscar al vasallo de Hördtein, ya que había sido él, el que le había movido de tiempo, debía encontrarle y que le llevase de vuelta a casa. No quería saber nada más de Thirenae, le encantaría que fuera verdad y poder explorarlo, pero nada de eso podía estar sucediéndole realmente. ¿Cómo lo haría? No lo sabía, por ahora debía preocuparse por intentar despertar, si no lo conseguía su prioridad debería ser no quedarse a la intemperie de la montaña. 

         Se levantó de la piedra y decidió subir a un lugar desde el que pudiese ver algo; se encontraba en el fondo de un pequeño valle, junto al río. Mientras ascendía a través de helechos bajo los frondosos pinos y fresnos que tapizaban la ladera del pequeño valle, no sabía cómo reaccionar, quería reír y gritar enfurecido al mismo tiempo. Cuando llegó a un rellano más despejado, pudo observar un camino de tierra que no presentaba señales de ser muy transitado, decidió seguirle.

 El camino parecía no llevar a ningún lado, según la posición del Sol debían ser las primeras horas de la mañana y de estar en España, estuviera donde estuviera, se encontraba en uno de sus muchos sistemas montañosos. La senda comenzó a discurrir en paralelo a un torrente y más tarde desembocó en la orilla del río junto al que parecía haber dormido.

 Mientras continuaba andando, llegaban a su cabeza recuerdos fugaces de los últimos días como la excursión con sus compañeros, los paseos por el barrio, incluyendo Thirenae. Lo que le recordaba constantemente que debía despertar o hacer algo, no podía limitarse a deambular esperando a que sucediera algo, ¿Suceder? ¿El qué? ¿Despertar de golpe en el hospital o resignarse a obedecer lo que sus desvaríos le habían explicado?

 En esta ocasión no sabía si debía resignarse. Su cordura estaba en tela de juicio ¿Hablar con hadas? ¿Tierra de los Sueños? No le parecía muy convincente, y si hablara de ello a cualquier psiquiatra no tardaría en llegar a la misma conclusión que él: había empleado tanto tiempo leyendo y deseando escapar de su mundo, de su rutina, sosteniendo una dura coraza a su alrededor, que todo había desembocado en una locura extrema cual quijote moderno.
  
Sumido en sus atormentados pensamientos, llegó a una gran charca del río formada en las grandes marmitas de gigante que el agua había hondado en las rocas. Al verla,  encontró la solución: se tiraría desde el saliente de la roca al fondo de la misma, el impacto y el cambio de temperatura sería suficiente para despertarle, de hecho, despertaría justo antes de impactar contra el agua tras experimentar la conocida sensación de caída libre. Las dudas le rebatían el plan una y otra vez ¿Y si no estaba en trance ni dormido? ¿Y si la charca no era del todo profunda?

Sin esperar más, se zafó de la túnica azul que llevaba como capa por si acaso no despertase tener algo seco, pero no quería ser negativo, debía precipitarse al vacío y despertar antes de llegar al agua. Le invadió un conocido sentimiento, miedo, pero no podía quedarse parado, no como hacía en la vida real, debía sobrevivir e intentar despertar, si no saltaba quizá no despertase nunca de ese estado en el que se encontraba.

Miró la altura que debía salvar con el salto y el sentimiento de miedo se expandió por cada recoveco de su ser, no sabía si lograría superar la pequeña cascada del río, pero con más valentía de la que creía tener se lanzó contra el charco, hacia el agua del deshielo de las montañas.

Según caía esperaba despertar, esperó un segundo, se sentía caer al vacío, otro segundo más, nada sucedía, justo antes de notar como miles de cuchillos afilados atravesaban cada poro de su piel, pudo coger una bocanada de aire que se heló nada más entrar en los pulmones, al igual que el resto de su cuerpo. Se quedó paralizado, se retorcía de dolor mientras su ser permanecía petrificado, helado, no podía pensar, parecía que sus neuronas habían entrado en un radical proceso de hibernación.

Cuando se hizo evidente la falta de aire, comenzó a ser consciente de que seguía bajo el agua. Su cuerpo entumecido parecía no querer moverse ni un ápice, se negaba a salir afuera y descubrir que seguía dormido, que seguía enfermo, descubrir que, aunque no fuese racional, podría ser verdad lo que le habían dicho las hadas.

Tan rápido como sus extremidades le permitieron, ansioso por encontrar aire, comenzó a impulsarse hacia la superficie, le quedaban unos metros y el dolor en el pecho se iba incrementando, necesitaba respirar, el cuerpo hacía el ademán de inspirar, pero no podía, tan sólo unas brazadas más y podría sentir el aire cálido inundar sus pulmones helados. 

En cuanto irrumpió con fuerza en el exterior calmó su ansiada sed de oxígeno. Aunque algo dolorosa, la bocanada fue apremiada por su cuerpo, poco a poco se fue acercando a la orilla y consiguió salir agarrándose fuerte a las rocas para no ser arrastrado por la corriente. Se tumbó boca arriba mirando el cielo mientras intentaba reponerse del choque térmico. Sin haberse tranquilizado, comenzó a gritar y a darse golpes en las piernas, se pellizcó los brazos con todas sus fuerzas y siguió gritando mientras que intentaba reprimir unas lágrimas de impotencia.

Tras un buen rato así, cuando se hubo calmado, subió de nuevo a la roca donde había dejado la túnica y, allí se quitó la camisa blanca empapada para dejarla secar. Se quedó en los pantalones pinzones marrones y se cubrió con la capa azul. Mientras entraba en calor dio rienda suelta a los pensamientos que afloraban de nuevo en su fuero interno. No había despertado, por un instante le había parecido ver de nuevo la cueva, pero no, había sido un deseo tan fuerte que había caído en balde. Tan sólo le quedaba secarse y descender junto al río hasta un lugar menos alto, aunque hiciese calor al Sol en cuanto desapareciese en la velada se congelaría de frío.

Tras un tiempo que siguió pensando, pellizcándose y queriendo huir de esa pesadilla, se puso de nuevo la camisa y emprendió de nuevo el descenso. Tuvo que alejarse del río pues cada vez se encajaba más en la roca y se hacía intransitable la orilla. En esa zona, el bosque era más cerrado, el suelo estaba húmedo y la frondosidad apenas dejaba pasar luz potente. Por la corteza marrón y anaranjada los hongos campaban a sus anchas, los troncos estaban cubiertos por líquenes y las rocas por suave y aterciopelado musgo.

En su cabeza seguía dándole vueltas a la situación y no podía dejar de sentirse inseguro, desprotegido y desorientado al tener la sensación de encontrarse en un sueño que jamás se acababa. Su intranquilidad aumentaba al mismo tiempo que su mente le recomendaba que aceptara que posiblemente, estuviese perdido por la línea del tiempo y no sabía si volvería alguna vez a casa. Deseaba que todo fuese una pesadilla y despertar en cualquier momento.

Sería la hora del mediodía cuando regresó a la orilla para refrescarse y sentarse bajo la sombra de unos árboles. Mientras se mojaba la cara y la cabeza vio el reflejo de una gran montaña rocosa en la charca del río, esa forma tan significativa le llamaba la atención, la había visto antes, pero estaba oculta por los arbustos y los árboles. Centrando ahora su vista en la cantidad de rocas que presentaba la montaña de enfrente y la forma en especial de aquella que había suscitado su atención, una voz en su cabeza le susurraba el lugar en el que estaba, pero no se lo creía, no podía haber viajado en el tiempo para acabar en ese lugar, ¿Quién le iba a querer transportar a la sierra? ¿Se habrían equivocado?

Indudablemente ese era el lugar, aunque aún le faltaban muchos años de erosión, el granito de aquella montaña dejaba intuir la forma de la cabeza de un elefante y no lo podía negar, estaba en La Pedriza a la orilla del Manzanares, en su curso alto.
No podía calcular en qué época se encontraba, pero sus vestimentas eran bastante antiguas, parecían sacadas de un museo. Tan sólo tendría que seguir el río para llegar a Madrid, si es que existía en esa época. ¿Pero qué estaba pensando? Eso era un indicio más de que estaba soñando y debía despertarse, pero no sabía cómo ¿Por qué si no habría despertado en un lugar al que había ido en demasía con sus padres?

La hora de comer se iba acercando y tenía hambre. La incertidumbre iba de la mano con el pánico; ganando terreno en su mente. A cada paso que daba sentía que se alejaba un poco más de la realidad, como si de un abandono del consciente se tratase, adentrándose cada vez más hacia lo oscuro, misterioso, e irreal. Todo sería más fácil si su consciente no le obligara a plantearse en cada paso si era un sueño o no, pues lo percibía todo real y no se había despertado al lanzarse al río.

No podía creer que a pesar de sus pensamientos, el entusiasmo aflorara por estar cerca de casa en un lugar conocido, pero desconocido al mismo tiempo. Le animaba a seguir, sentir esa sensación acogedora de estar en tu tierra, en casa, le era reconfortante, al menos más que despertar en una habitación extraña llena de criaturas mágicas surrealistas.
 
Aunque el hambre empezaba hacer eco en su cuerpo, ya no quería comer nada de la naturaleza salvaje por miedo a volver a experimentar los dolores. Los recuerdos como flashes le agolpaban la mente mientras descendía junto al río. Le mostraban veces que había ido a ese lugar con sus padres, con su familia o con su amigo Jorge. Le parecía doloroso andar por un lugar conocido, sabiendo que nadie ni nada podría reconocerle ni ayudarle. ¿Qué podía hacer? Quería despertar.

Esos pensamientos dejaban paso a otros más amargos que solía guardar con la esperanza de que no salieran nunca del cajón. Ahí solo, fuese un sueño o no, no podía evitar recordar toda la crueldad con la que le habían tratado en el colegio y a su vez el no tratarle, pues cuando necesitaba ser invisible, se metían con él, y cuando todo estaba bien y le gustaría alguna atención, ni siquiera recibía una mirada amenazadora. Había días que, hasta el peor de los insultos le hubiese animado haciéndole ver que no era invisible, insignificante, nada. Eso le asustaba, ¿Estaba tan hundido como se sentía?

Alguna vez, pero pocas, se lo había comentado a Jorge ya que él llegó después pero no lo entendía. Tan sólo aquellas personas que hubieran pasado por algo similar podrían comprenderle cuando decía que hay días en los que hasta un trato despectivo se podía elevar a lo mejor frente a la enorme tristeza por toda la soledad impuesta, contra el vacío inmenso de no ser nada y no importarle a nadie ni para siquiera ser objeto de sus burlas.

Mientras divagaba se le hacía la tarde cada vez más eterna, se vio obligado a volver a parar, el hambre parecía reclamar a gritos su comida. Hacía mucho calor y necesitaba refrescarse; se sentó de nuevo a la sombra y mientras observaba los peces nadar descansó un rato incluyendo su mente, no le gustaba pensar esas cosas porque no quería hacerse más daño recordándolo.

El calor empezó a calmarse y Adrián volvió a emprender el viaje; el río iba recogiendo agua de otros arroyos mientras pasaba por la sierra. El cielo comenzaba a perder su color azulado para irse atenuando cuando Adrián paró en seco para pensar en la situación real, debía buscarse un pequeño refugio para dormir y algo que comer, si no, tendría mucho frío y hambre.

Decidió avanzar perpendicularmente al río hacia una zona que parecía ser más abierta de ese bosquecillo. Desde la linde pudo observar una pequeña explanada de hierba verde con algunas rocas en el extremo opuesto. Debería dirigirse allí para guarecerse por la noche, aunque lo que hizo más contundente su decisión fue la existencia de un grupo de conejos saltando entre el pasto.

Sigilosamente se acercó entre los árboles a la zona más cercana a ellos, entonces rápidamente salió corriendo hacia los lagomorfos túnica en mano para capturarlos con la tela. Tal y como esperaba, todos sus intentos fueron fallidos. ¿De verdad había pensado en capturarlos? ¿De esa forma?

Con hambre y desánimo llegó a las rocas de la linde opuesta, por el camino fue cogiendo alguna rama seca con la que intentaría hacer fuego, aunque tampoco era optimista en llegar a conseguirlo. ¿Y si llovía o algún animal se acercaba al verle? Debía esconderse bajo algo que le cubriese. Cerca vio unas cuantas retamas sobre otras piedras, recordaba como su madre le había contado cómo de pequeña construía cabañas imaginarias en el interior de esas plantas para jugar con sus tías.

Se acercó allí y pudo observar como las tres retamas estaban juntas y muchas de sus ramas se entrecruzaban. Como si le fuese el alma en ello comenzó a quitar las ramas que estorbaban en el centro y a colocarlas entrelazadas como pared o como un techo improvisado enredándolas con las ramas de las tres retamas.
Tardó relativamente poco tiempo en acoplar todas las ramas sin que se desplomasen sobre el centro, ahora hueco. Había construido un refugio improvisado pero que le serviría para guarecerse en la noche.

En el canchal cerca de la entrada colocó la escasa leña que había recogido, en el lateral del mismo había unas cuantas hierbas secas, las recogió y las añadió al montón que había hecho con las pequeñas ramas. Cogió dos piedras y con los últimos rayos de sol comenzó a chascarlas encima de las ramas y la paja, pero no tenía resultados. Debía intentarlo con más ahínco, si lo habían conseguido hacer todos los ancestros de la humanidad sin tener ningún conocimiento previo, él también podía conseguirlo, aunque se hubiera debido a casualidades, él tenía que intentarlo.

Tras muchos intentos, tan sólo algunas chispas salían del pedernal. Lo intentaba una y otra vez pero nada conseguía, decidió entonces probar frotando rápidamente dos pequeñas ramas, una tumbada y otra perpendicular con gran tesón y a pesar, de casi no ver por la falta de luz siguió intentándolo fallidamente.

La desesperación corría por sus venas a la vez que la impaciencia llenaba todo su cuerpo, tenía que conseguirlo, no podía esperar a morirse de frío o resignarse a ser devorado por algún animal en la noche. Debido a los innumerables intentos en vano, los malos pensamientos le acechaban, le trasladaban a todas las veces que se sentía inútil y todas las ocasiones que le habían hecho sentir así como era el caso de las clases de educación física, que se quedaba rezagado por no tener destreza suficiente en los deportes. Algunos se le daban bien, pero no eran lo suyo, siempre había sido muy torpe practicándolos por eso nunca le elegían hasta el final a la hora de hacer los equipos. ¿Por qué no tenía seguridad en sí mismo? ¿Por qué no podía ser más optimista?

Las primeras estrellas abrían el telón del largo acto de la noche, engalanadas con un brillo fuerte y un fondo azul añil. Adrián retenía el nudo en su garganta, quería gritar como un loco, llorar, correr, huir, pero no podía, estaba bloqueado. Quería escapar de allí, pero no sabía ni siquiera encender un fuego.

Respirando cogió fuerzas que creía inexistentes y volvió a intentarlo con las rocas. Ésta vez colocó las pajas entre las dos piedras y comenzó a golpearlas de nuevo. En ocasiones salían chispas, pero nada ocurría, su impaciencia de nuevo crecía y sus golpes cada vez eran más seguidos y más fuertes, hasta que por la falta de luz no calculó bien y se machó la mano. Adrián profirió el grito que había quedado anidado en su garganta provocando que algunos pájaros cercanos saliesen volando de sus árboles de descanso.

Sus lágrimas comenzaron a agolparse fugazmente en sus ojos luchando por salir, al mismo tiempo que descargaba toda su ira contra la piedra. Una y otra vez golpeaba las rocas casi sin tener conciencia de ello, tan sólo olía a quemado y sus golpes iban aumentando al igual que sus gritos. Al final fueron decelerando hasta que paró un momento exhausto. Entonces comprobó como de algunas hierbas secas salía algo de humo, decidió soplar y al ver cómo había prendido no pudo contener una risa nerviosa que casi le cuesta perder el fuego.

Sopló todo lo despacio que pudo y un humo blanco comenzó a aparecer, colocó rápidamente todas las ramas encima con las manos doloridas y siguió soplando, el resto lo hizo la suave brisa que la noche dejaba circular. 

Cuando vio la hoguera encendida se sentó frente a ella arropándose con la túnica y como si de un interruptor camuflado hubiese activado, todas sus lágrimas comenzaron a descender lentamente por sus mejillas como mecidas al ritmo de una lenta danza que tuviesen las llamas.

No quería llorar, debía ser fuerte, no podía derrumbarse al primer día, no sin saber cuánto tiempo estaría perdido, no, por tener que pensar con calma, pero ¿Qué podía hacer si con la vida moderna se habían perdido muchas habilidades de supervivencia? ¿Si con la educación se favorecían los conocimientos prácticos y se olvidaban los primarios?, el haberse adaptado a las tecnologías y las comodidades de una forma tan estricta ahora le suponía una adversidad, del mismo modo que le ocurriría algún día a toda la humanidad.

El hambre seguía haciéndose eco en el silencio de la noche, tan sólo roto por el crepitar del fuego. No le importaría coger algún conejo, desollarle y hacerle al fuego tal y como hacían en las películas. Sin embargo, si no lo había conseguido a la luz del día no sabía cómo lo conseguiría por la noche.
Recordaba una y otra vez dónde tenían la madriguera los conejos, pensó en acercarse con la tela y taponar la entrada, pero, aunque los lagomorfos fuesen más activos por la noche, necesitaría un cebo o un incentivo para hacerles salir, comían pasto en su mayoría por lo que un cebo de comida no le serviría de mucho. Entonces se le ocurrió una idea, cogería una rama prendida, unas cuantas hierbas secas y las encendería en el inicio de la madriguera, así con el humo obligaría a salir a los conejos.

Algo más animado por la idea de comer, dio inicio al plan. Cogió un asta ardiendo y se acercó al agujero por donde les había visto esconderse. Debía esperar que saliesen por otro orificio que formase parte de la madriguera. Unos metros más alejado del pequeño talud, ya en el pasto, había un hueco en el suelo.

Esa sería una salida, pero si prendía la del pasto, en la salida del talud le sería más fácil atrapar los conejos con la tela. Cogió dos ramas y ató los extremos de la túnica a cada una y las clavó en la pequeña ladera con algo de esfuerzo para que quedase la tela tapando la madriguera, pero con holgura para que quedasen atrapados en el pliegue de la tela. Una vez preparado todo, colocó la hierba seca en el agujero del pasto y lo prendió con la rama ardiendo. 
No tardó mucho en ver cómo el humo salía minutos después por el orificio del talud.
Tal y como había supuesto estaban conectados, sin embargo, aún no había movimientos en la tela. El humo aumentó cuando añadió unas cuantas ramas de un arbusto verde cercano; con el incremento le entró la tos, pero en la tela no parecía haber nada.

 La tela comenzó a zarandearse, un conejo había salido de la madriguera y quería huir. Adrián, retiró entonces con precaución lo que estaba ardiendo para dejar de meter humo en la madriguera. Se acercó a la túnica y cogiendo con cuidado la tela dejó al conejo en un atillo, bajando del pequeño talud lo abrió un poco y pudo ver el pelaje pardo y las orejas del lagomorfo, estaba bastante inquieto.

 Se dirigía hacia la pequeña hoguera que había conseguido encender cuando el conejo comenzó a gruñir y a proferir pequeños gruñidos agudos. Adrián no le habría prestado mucha atención de no ser porque los lamentos eran respondidos por otros quejidos más débiles que llenaban la pradera, eran mucho más agudos y procedentes de la madriguera. Tea en mano alumbró el agujero en el talud y pudo ver unos pequeños hocicos que sobresalían y llamaban desesperadamente a su madre.

En ese momento sintió un gran pesar en su interior ¿tenía tanto hambre como para matar a esa madre? ¿Era capaz de dejar a todos los pequeños sin ayuda y condenarlos a morir? Su estómago no tardó en oponerse, sin embargo, apoyó el atillo en el suelo y con sumo cuidado desató el nudo de la túnica y de nuevo pudo contemplar al animal nervioso que había dentro, pudo observar cómo intentaba ponerse a dos patas, al verlo terminó de decidir cómo le soltaría. Con rapidez llevó la túnica hasta el agujero donde minutos antes había prendido la paja para que la madre entrase por allí y así no aborreciese a los pequeños por el estrés de haber sido capturada. Cuando lo hizo, sacudió la túnica y volvió junto al fuego.

El hambre hacía rugir al estómago, pero no podría haber acabado con ese conejo por mucho hambre que tuviese. Poco a poco las llamas fueron menguando, y el calor que irradiaban invitaba a ir apagándose al mismo compás que lo hacían ellas. El sueño le cogió por sorpresa, a pesar de que se oponía a dormir pues era la prueba fehaciente de que realmente no estaba soñando y todo lo que le había acontecido era cierto.

De repente un sonido en la noche hizo que se despertara sobresaltado, apenas unas brasas quedaban por lumbre y su respiración causaba vaho, se había quedado dormido junto al fuego, en lugar de en su cobijo. Nada se escuchaba en esa noche de primavera, sólo un suave viento que mecía de vez en cuando los árboles.

De nuevo escuchó el sonido que le había despertado y en ese momento que lo había oído le parecía estremecedor y espeluznante. Tan sólo lo había escuchado en películas, pero en ese momento era real, inconfundible y muy cercano, tanto que podía ver al lobo bajo la noche andando con cuatro más a su lado. Tenían el pelaje gris y una gran cola. El pánico le entró en el cuerpo, no podía mover ningún músculo, no quería hacer ruido y que viniesen a por él.

Muy despacio y con gran lentitud se escondió en su pequeño refugio, estaba tan asustado que incluso aguantaba la respiración para que no le escuchasen, pero nada parecía salirle bien pues uno de ellos se dirigía hacia él. Quizá el olor del fuego le estuviese atrayendo. El silencio era roto por el correteo de los lobos y sus olfatos, aunque lo que Adrián no podía silenciar eran los latidos de su corazón, iba tan deprisa y bombeaba tan rápido que parecía resonar en toda la sierra.

El cánido se acercaba a la roca donde estaba la hoguera y la adrenalina le rebosaba por las venas, no tenía que moverse, no debía casi respirar, no debía mirarle para que no apreciase el brillo de sus ojos. Aunque quizá era lo que debiera hacer. Si el salto al río, no había servido, quizás si un lobo le mordiera, incluso si le matara, tendría la oportunidad de despertar y huir de ahí. Mientras pensaba; de un salto alcanzó el lobo la roca y comenzó a olfatear alrededor de las brasas centrándose en el lugar dónde se había quedado dormido, comenzó a raspar con las patas y las uñas. Al verlo, Adrián desechó la idea de enfrentarse y dejarse atacar. Agachó la cabeza y comenzó a pedir ayuda a Dios, a la suerte, al destino o la fuerza que existiese para que el lobo no siguiese su rastro hasta debajo de las retamas, pero el sonido de las uñas contra la roca y los pequeños sonidos de excitación por haber encontrado un rastro le indicaban que no tenía todas de su parte para llegar al amanecer.

Los arañazos sobre la roca cesaron para sustituirse, tan sólo, por el olfateo de la bestia hambrienta y deseosa por hincarle el diente. Imaginándolo se le erizaban los pelos aunque momentos antes pensaba en dejarse atacar. Las ganas de observar si el lobo estaba cerca aumentaban exponencialmente. Quiso mira,r pero no pudo, notó la respiración del animal casi encima de su cabeza y entonces el nerviosismo le hizo temblar provocando un brillo en los ojos del lobo, ya se había delatado, no podía quedarse quieto. Salió rápidamente de las retamas y el animal se abalanzó sobre él.

   El terror invadía su cuerpo, pero tenía que defenderse, debía zafarse del animal como fuera, pero no encontraba la manera y los afilados colmillos cada vez estaban más cerca de rasgarle. Si al menos hubiese fuego, podría intentar asustarles con eso, pero tan sólo quedaban unas cuantas brasas.
Poco a poco mientras lanzaba patadas enfureciendo más a la bestia se desplazó hasta la hoguera, pero no había ninguna rama a medio quemar, intentó alcanzar una, el animal atacó de nuevo tirándole al suelo estrepitosamente. Las brasas estaban bajo el lobo y el calor no parecían afectarle, lanzó un mordisco, pero alcanzó tan solo la tela para suerte de Adrián, después de eso sólo recordó un fuerte aullido y un gran fogonazo de luz antes de quedar totalmente inconsciente.



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