XIV. EODEM LOCO, ALIO TEMPORE



La estampa de la laguna reflejando el firmamento le había sacado de sus pensamientos. Quería llegar cuanto antes a la cima. Contemplar de cerca los dólmenes, acceder a la cueva y con cuidado llegar al final de su galería allí haría todo lo posible por regresar a su tiempo, aunque no fuese la misma gruta, si por una había salido, tal vez por otra podía volver.

Cada poco trayecto tenía que girarse, tenía la desagradable sensación de que algo le seguía. Sin embargo, nada ni nadie aparecía tras de sí. Un escalofrío le recorría la espalda al pensar en voltearse y encontrarse alguien de repente ¿Y si era otro animal? O tal vez Ghadeo que vagara por el bosque ¿Le atacaría en mitad de la noche?

En la cima se movían las copas de los árboles con el suave viento de la noche primaveral, la tea titilaba mientras él admiraba los dólmenes. Escondidos entre la vegetación pudo contemplarlos de cerca. Parecían los mismos, pero con la oscuridad no podía asegurarlo. Su corazón latía deprisa, no dejaba de escuchar ruidos. Recordando el claro de la excursión, anduvo con cuidado unos metros en dirección a dónde en su tiempo se encontraba la entrada de la cueva, pero allí no había nada. Alonso le había hablado de una gruta, tenía que estar cerca. Más adelante, en una pequeña hendidura en una pared de la angosta ladera, observó la entrada a una pequeña cueva.

Una vez más sintió la presencia de alguien, no le gustaba esa sensación. De nuevo se giró, pero no había nadie. Respiró hondo y entró en la grieta. Un fuerte olor llenaba el lugar, era casi irrespirable. Quizá procedente de los murciélagos que utilizasen la gruta para vivir. Alumbraba el suelo para no tropezar, comenzó a descender sin atender al escalofrío que surcaba su columna cada vez que imaginaba que algo aparecía de la oscuridad. Si paraba para intentar escudriñar más allá de la luz de la antorcha le sobrecogía el silencio. Tan sólo alguna gota rompía la calma del lugar.

Se agarró a varias estalagmitas húmedas para bajar al suelo de la cueva, no veía a cuánta altura estaba. Bajaba firme, pero resbaló y cayó unos metros abajo sobre agua. Se golpeó la rodilla y se raspó con la estalagmita el brazo intentando agarrarse de alguna manera, la antorcha estaba a medio camino, alumbrando débilmente. El susto seguía en su cuerpo, pero el fuerte dolor del antebrazo y los dedos parecía nublarle la vista. Las yemas de los dedos le escocían, parecía estar en una nube, no sabía bien que hacer, le dolía mucho y al instante no, para volver todo el dolor de golpe al segundo después.

Como pudo cogió la antorcha aguantando las lágrimas y se alumbró la mano, todas las yemas de los dedos las tenía sin piel, sangrando y en el antebrazo se había raspado profundamente, desgarrándose parte de piel y algo de carne. Debía salir del agua, le cubría por encima de los tobillos, apenas había amortiguado el golpe.

Alcanzó cojeando una roca, subió despacio mientras luchaba por no desplomarse con el temblor de sus piernas. Se sentó y sin poder controlarlo un llanto desconsolado brotó de repente. Sentía frío, miedo, dolor y desesperación. Quería irse de allí, abandonar todo ¿Qué más daba Thirenae? Ansiaba volver a casa. No aguantaba el dolor del brazo, notaba miles de agujas en la herida, al mismo tiempo que parecía bombear más fuerte que su corazón. Se puso de pie y alzando la antorcha comprobó que ninguna pared de la gruta estaba cerca. Estaba en una gran sala de la cueva.

Las lágrimas le complicaban más la visión, a tientas y con cuidado llegó a uno de los laterales, allí acarició la pared notando cómo las yemas de sus dedos ardían quejándose. ¿Podría ser la misma cueva de la excursión? Tendría sentido, pero ¿Por qué no apareció allí directamente en ese caso? De haber sido así no tendría la runa de Maslama, ni habría conocido Madrid y Tornavacas en el siglo X. Se habría ahorrado huir de los sarracenos en la batalla de la Vega del Escobar.

Abrió la bolsa de piel y sacó la runa de jade que días atrás le entregó el astrónomo, con sumo cuidado la acarició manchándola de sangre, aún así no tuvo el mismo efecto que en el alcázar. ¿Por qué no brillaba? Al menos podría ver más que con la antorcha que empezaba a consumirse. Aunque fuera a Thirenae, pero quería huír del siglo X, no quería estar más tiempo allí, se arrepentía de todas las veces que había pensado vivir en otra época. Debía abrir un portal a Thirenae sin buscar a nadie y allí explicarles que se olvidaran de él. Tenía que entrar para que le devolvieran a casa.

En ese instante una luz verde inundó la sala, la runa se había encendido ¿Qué había cambiado?¿Por qué en ese intante sí?

No pudo pensar más en la runa, contemplaba la gruta, no era exactamente igual, pero no tenía duda, estaba en la misma cueva donde había empezado todo. La charca a la que había caído, era el semicírculo donde todos se habían sentado, que en su tiempo carecía de agua o la habían drenado.

No sabía qué hacer, estaba en la misma cueva, justo en el lugar donde había comenzado todo. Avanzó por la pared alumbrando, quería ver las pinturas, pero allí no había nada. Sabía que no estaba equivocado, pero ¿Dónde estaba el portal? ¿Por qué no aparecía?

Llegó al lugar donde estaba el hueco redondeado, allí sólo había una grieta pequeña.   Siguiendo un impulso metió la runa en la hendidura, ésta se encajó y empezó a brillar con más intensidad. El calor de la runa parecía calentar la piedra, aumentó su luz de tal manera que Adrián tuvo que protegerse para no cegarse. Un instante después todo era oscuridad. ¿Qué había pasado? ¿Estaba en Thirenae? ¿En su época?

Tras acostumbrarse de nuevo a la oscuridad, contempló la leve luz titilante de la antorcha, no se había movido, nada había cambiado. ¿Qué podía hacer? Cabreado se puso a dar golpes a la piedra, cogió la runa y la volvió a insertar en la grieta, tuvo el mismo efecto.

Tiró la antorcha y con las dos manos comenzó a aporrear la roca, le daba igual lo que costara, no sabía qué hacer, incluso dejaba a un lado el dolor del brazo, sólo quería que se abriera un portal a su tiempo.

Sus yemas comenzaron a sangrar más y con ellas ensangrentadas dibujó la forma de la runa en la pared. Lo intentó de nuevo y tras el destello nada ocurrió. Necesitaba el móvil o algo que le permitiera ver la entrada, pero en su época había terminado viéndolo como algo físico y ..¿Real? ¿Por qué no aparecía?

Tenía que ir a la abadía, coger comida e intentar buscar algún vidrio, espejo o cualquier objeto que pudiera servirle como en su tiempo le sirvió el teléfono.

Cogió la antorcha mientras sus yemas se quejaban, el brazo parecía estar profiriendo alaridos de dolor mientras él aguantaba el equilibrio que se tambaleaba con los temblores de sus piernas. Escaló como pudo el desnivel por el que había caído y tras un tiempo que se le hizo eterno, salió al exterior.

 La calma que parecía haber antes había dejado paso a una brisa fría, gélida, había perdido la noción del tiempo, quizá hubiera estado dentro dos o tres horas. Miró los dólmenes, antes ocultos entre árboles, ahora algunos de ellos estaban tronchados con la mayoría de sus ramas en el suelo. ¿Qué había ocurrido? No podía pensar del dolor, se encontraba débil. Inició el descenso.

La antorcha casi no lucía, tenía frío y apenas se sostenía en pie. Intentaba ir lo más rápido que le era posible, atravesaba la vegetación siguiendo el sendero sorteando raíces que sobresalían, rocas y atento de no llamar la atención de ningún animal. Aunque el trayecto no era largo, el tiempo parecía no avanzar, no sabía si había tomado el camino correcto, si se había pasado la laguna o si estaba perdido en la oscuridad del bosque.

Paró un momento a descansar, le dolía la pierna, el aire frío chocaba en sus ropajes mojados y mirara donde mirara solo veía la negrura de la noche. Intentó orientarse, pero tuvo que proseguir el sendero hasta encontrar un punto conocido.

Un rato más por el camino le llevó hasta la laguna, allí se sentó a descansar, no aguantaba los dolores que venían de todos los puntos de su cuerpo. El brazo desgarrado, la espalda, la pierna y para colmo la cabeza de llorar, de pensar cómo escapar, de la impotencia de no ser capaz de hacer algo para regresar a casa.

La luz de la antorcha se apagó, pero no le importó, no le importaba nada, le daba igual todo. Se levantó lentamente y retomó el camino a la abadía, ya no le quedaba nada, no sabía si ir directo a la cama a dormir o continuar con su plan de recoger comida, sus cosas y volver a la gruta. En cualquier caso, tenía que ir a la herboristeria, si es que tenían en la abadía, para coger algo para curarse la gran herida del brazo.

 Llegó al tejo de la entrada y no se paró a mirar a través de la puerta de madera. Todo parecía estar igual que antes de marcharse. Abrió la puerta con cuidado de no rozarse el brazo, los pinchazos eran tal que aún seguían cortándole la respiración. Atravesó el patio en silencio y entró a los oscuros corredores.
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