XV. CONATUS EFFUGIM

No sabía dónde podría encontrar la herboristería, ni siquiera sabía si era habitual que hubiese una en los monasterios o abadías, recordaba que en El Nombre de La Rosa el autor si describió una en la trama de su novela, pero seguramente estuviera ambientada varios siglos más tarde del tiempo en el que se encontraba.

Llegó a la puerta del scriptorium, el pasillo parecía continuar adentrándose en la oscuridad. No había visto esa parte de la pequeña abadía. Antorcha prendida de nuevo, en mano, anduvo tambaleándose por el corredor. Terminó en una pequeña escalera que daba acceso a otro jardín en el exterior.

Recorrió un camino de piedra que lo atravesaba hasta una pequeña casa anexa y unida a lo que él creía que debía ser el scriptorium. Se acercó como pudo y con la escasa fuerza que tenía en sus temblorosos brazos abrió de un empujón el portón.

Las paredes eran de piedra, en ellas había frascos de vidrio de gran envergadura con hojas, plantas, incluso algún órgano mutilado. Adrián no sabía qué buscar ya había encontrado la herboristería ¿Y ahora qué? Al fondo de la estancia, un caldero de cobre, al menos tenía ese color, poseía un líquido en su interior. Metió un dedo sigilosamente, estaba templado, se lo llevó a la nariz, era inoloro, debía de ser agua. Sin pensarlo dos veces metió las manos y hasta el antebrazo izquierdo donde tenía la gran herida. Cogió unas telas que tenían cerca y se secó. Miró de nuevo los estantes, llegó a tarros de cerámica con pinturas, similares a algunos que había visto en las farmacias de su época, salvo porque en la herboristería no estaban de adorno. Poseían una imagen de la planta o las hojas en el exterior. En la oscuridad, no reconocía ninguna. Fue abriendo unos cuantos. Pudo oler tomillo, romero, orégano, laurel ¿Por qué sólo aparecían especias?

El siguientetarro que cogió tenía trozos de corteza, lisa, de un árbol. Alguna hoja alargada y verde seguía allí olvidada entre la corteza. ¿Sería la cortezade una especie que le ayudara? ¿Tal vez la de un sauce? Alumbró detenidamente las cortezas, cogió una y la observó con detenimiento.

Cogería todas, las machacaría y se untaría su jugo como una cataplasma en las heridas. Del sauce salía el ácido acetil salicílico, no moriría en el siglo X teniendo la materia prima de la aspirina, al menos intentaría poner remedio. Vació la vasija en una mesa de piedra cercana y guardó todas en la bolsa de cuero. No tardaría nada en cerrarla e ir a la despensa junto a la cocina.

-          ¿Qvod debo facer con vos? – le asustó una voz. Adrián se giró rápidamente, pero no vio a nadie. Cogió la antorcha y alumbró hacia el inicio de la sala. Las sombras de tres hombres le esperaban allí.
-          ¿Osáis no contestarme? – El abad avanzó hacia él con gesto severo en la cara. Le había pillado, después del castigo de unas horas antes ¿Cómo no les había escuchado llegar?
-          Estoy herido, necesitaba aliviarme el dolor senhor- dijo Adrián al fin, no estaba en condiciones de inventarse nada. El dolor le nublaba el juicio.
-          ¿Ferido? ¿Alonso os ha ferido?- Dijo Fadrique acercándose. Le cogió del brazo y le observó la fea quemadura.
-          No…no – titubeó Adrián.
-          ¿Entonces? ¿Qvomodo est qui os han ferido? – le exigió bajo la atenta mirada de Pimolus y Paulos. Adrián notaba temblar su garganta, no podía articular palabra, estaba paralizado.
-          ¡Respondaaaaaa! – gritó Fadrique apretándole en la herida.
-          Noooooo - Adrián le empujó con fuerza mientras soltaba un alarido de dolor. El abad se acercó con rabia y le propinó una gran bofetada, con tanta fuerza que Adrián cayó al suelo. Sólo quería huir, llorar, desaparecer
-          ¡Frates! Mirad su bolsa, quiero saber qui posee, qui est lo qui ha tomado como suyo.
-          Sólo quería corteza de sauce para la herida- dijo Adrián en el suelo. Se daba lástima y pena a sí mismo, era ridículo, con dieciséis años y ahí tirado llorando, le daba igual, tenía que escapar como fuese.
-          Ladrón, ¿Qvod est esto? – Fadrique le cogió del pelo y le alzó para que mirase encima de la mesa. Estaban las cortezas esparcidas, pero entre ellas estaba su boita del cinturón abierta con la runa de jade. Debería haberla guardado en el cinturón, no podía perderla.
-          Est una reliquia familiar- dijo sin sonar muy convincente.
-          Falso, lo has furtado por ibi.
-          Non, est mio- dijo Adrián - ¡Suélteme! ¡Suél…! – el abad le tiró con fuerza contra el suelo cortándole las palabras. ¿Por qué era así con él?
-          Non est más qui un vulgar ladrón – cogió la runa para observarla.
-          ¡Déjela!- gritaba Adrián.
-          ¡Apresadle!- gritó el Abad. Los monjes le ataron una soga alrededor de la cintura.
-          ¿Por qué facéis esto? ¿Non veis qui estáis maltratando a un noble? – comenzó a gritar Adrián con algo de inventiva. – ¡Ha ido muy lejos por demostrar su poder! ¿A qué viene esto? ¿Es por negarme a ir con usted a la otra abadía?- Pimolus y Paulos se miraban sin intercambiar palabras.
-          ¡Silentiooo! – dijo el abad dándole un empujón con la pierna. Adrián se levantó, le quitó la runa y echó a correr.

Le faltaban unos metros para llegar a la puerta y entonces sería libre de huir a donde quisiera, al bosque mismo, mejor la intemperie con los lobos que esa abadía. Fray Paulos corrió tras él, alcanzó la soga que arrastraba y tiro fuerte hacia él provocando que Adrián cayera fuertemente de bruces.

-          Non quiero qui contestéisme, non quiero qui fable de temas de cámara delante de los demás. Os he recogido y dado cobijo. Soy la máxima autorictas en este momentum et puedo facer con vos lo qui me venga en gana. – Dijo el abad gritando – ¡Apresadle forte et qui no salga de ibi ad qui aprenda modales! - arrastrando su capa pasó pisándole las manos que aún seguía en el suelo tras el golpe. Adrián volvió a proferir alaridos al sentir sus yemas desolladas restregarse contra la áspera piedra al peso del abad. Se dirigió hacia la salida al scriptorium.
-          Algún día pagará por lo que está haciendo – gritó como pudo Adrián entre lágrimas e intentando zafarse cual perro rabioso de la soga para ir a golpearle.

El abad se había detenido a escucharle, después sin contestarle se fue. En su interior sentía impotencia, soledad, derrumbamiento, no tenía a nadie, ni siquiera a sí mismo, solo era un simple objeto, movido de un lado para otro. Madrid, Thirenae, viajes en el tiempo y en ese momento, al calabozo. Se sentía magullado y dolorido. La rodilla le sangraba de nuevo y el brazo no cesaba de dolerle.
Fray Paulos y Fray Pimolus le cogieron por los brazos y lo sacaron de la herboristería cojeando y sin fuerzas.

Le llevaban por la oscuridad de los pasillos, de sus ojos caían lágrimas de impotencia, en su interior fluía la ira, el nerviosismo, las ganas de gritar descontroladamente, pero tuvo que reprimir sus sentimientos. No podía quedarse parado, esperando que lo encerrasen hasta que al abad le diera la gana ¿Y si le tenía años allí? Debía volver a intentar escapar. Los frailes que le llevaban eran algo mayores, si era bruto no le opondrían gran resistencia.

Llegaron a un corredor tan sólo iluminado por una antorcha, estaba tan en penumbra que apenas nada se veía. Cuando los dos monjes iban comentándole su mala actuación notó en sus brazos menos presión que minutos atrás. Preso del pánico y la adrenalina puso su plan en marcha y comenzó a zafarse de ellos con movimientos bruscos.

-          ¡Estáos quieto muchacho! – decía Fray Pimolus mientras Adrián tiraba hacia abajo con fuerza retorciéndose en el suelo.
-          ¡Soltadme! ¡Dejadme en paz! - gritaba aún dolorido.
-          Será peor si escapáis – dijo el otro mientras asía con fuerza a Adrián.
-          ¡No he hecho nada malo! ¡Soltadme! - decía mientras los monjes le sujetaban. Las manos las tenía inmovilizadas y por mas patadas que lanzara, todas quedaban en el aire. Por más fuerza que hacía, los clérigos aguantaban todos los embistes de su furia. No podía permitir acabar encerrado. Movió la cabeza muy rápido, y retorciéndose, mordió fuertemente a Fray Paulos en el brazo. El monje gritó y del propio reflejo soltó a Adrián.
-          ¡Muchacho estúpido! ¡Ven hic! – Quería alcanzarle para asestarle una bofetada pero ya había echado a correr aún con Fray Pimolus agarrando su brazo intentando pararle.

Corría en zigzag llevando con fuerza al monje colgando del brazo, el cual iba gritando como un loco.

-          ¡Para muchachooooo….! ¡vas a matarmeee! – decía el monje alterado por tanta carrera. Los anteojos de Fray Pimolus salieron despedidos en un cambio brusco de dirección. Con el nerviosismo y la penumbra, no sabía dónde estaba.
-          ¡Torna hic muchacho! – corría detrás de ellos Fray Paulos. Logró zafarse de ambos y corrió por los corredores mientras escuchaba retumbar las voces de los clérigos a sus espaldas. Esa era la oportunidad que llevaba esperando no podía desperdiciarla debía orientarse cuanto antes para poder huir de la abadía y buscar un escondite cercano para no perder de vista a Ghadeo y D. Felipe.

Las voces se escuchaban cada vez más cerca y más numerosas, se habrían despertado los demás en su escape, no podía perder más tiempo. Giró una esquina y entonces en el oscuro corredor atisbó el tenue cambio de textura en la pared de piedra. Casi inadvertida había una cortina oscura como la de las escaleras que llevaban a la cámara del abad. ¿Sería la misma? Sin pensarlo se escondió allí. Con cuidado tensó los cortinajes para evitar el movimiento de los mismos al pasar los clérigos por delante.

-          ¡Frater Pimolus! Tome sus anteojos.
-          Gracias ¿Se encuentra bien del brazo Frater Paulos?
-          Sí, en unos dies ya no dolerá. – Adrián escuchaba atentamente a los dos que se había quedado rezagados. Esperaba que se fueran pronto, la espera le ponía nervioso, debía escapar de allí en seguida.

Estaba tan nervioso que en ningún momento se percató de la presencia de la otra persona que había en la absoluta oscuridad de la escalera que ocultaba la cortina. Se asustó al notar cómo le cogían de la patilla del pelo y tiraban hacia arriba.

-          ¡Fratres! Creo qui esto est vestro – A la luz tenue de la antorcha observó que se trataba del abad.
-          ¡Suélteme! ¡Déjame!- los clérigos le volvieron a coger fuerte de los brazos, mientras otros le volvían a colocar la soga que se había quitado mientras corría.
-          ¡No huyáis y escapéis de vestra penitentia! – según lo pronunciaba le asestó un golpe con los nudillos en la cabeza, aunque se preguntó si el sello de su dedo anular le habría grabado la inscripción en el cuero cabelludo o no. Después del golpe desapareció tras la cortina dejando a Adrián furioso con los monjes.

Tras un rato zarandeando desistió luchar por huir. De nuevo fracasaría. No era capaz ni de huir de ahí ¿Cómo iba a encontrar al vasallo? ¿Cómo iba a regresar a casa? Mientras se resignaba con lágrimas e impotencia en los ojos, fueron atravesando corredores hasta que bajaron unas escaleras que conducían al calabozo. Allí abajo, al lado del agua subterránea del arroyo había varias celdas con rejas de forja, los monjes abrieron una y le tiraron allí incrementando el dolor y las magulladuras.

Se fueron llevándose la única antorcha encendida que había, dejando a su paso sólo oscuridad, el ruido del agua y todos sus pensamientos.

Habría podido seguir corriendo, pero por miedo a ser alcanzado había acabado donde estaba en un principio. ¿Realmente tenía que encontrar a alguien? Si ni siquiera podía controlar su temperamento. No podría ser alguien especial, como le había dicho Maslama, pues si fuese un héroe, habría podido escapar de allí, plantado cara a los árabes del carromato salvando a Thiago, o haber encontrado ya al servidor que sabía abrir entradas a Thirenae. Nunca había destacado en nada ¿Por qué le ocurría a él todo esto? ¿De verdad no se había vuelto loco?

Las horas pasaban extremadamente lentas en la oscuridad de la celda. Las piernas no le sostenían y sus gritos se quebraban en la garganta anudada. No podían abandonarle allí ¿Cómo había llegado a esa situación? Tenía que escapar, pero no tenía fuerza en los brazos para dar más golpes en los barrotes. Se sentó apoyando la espalda en la fría pared y despacio abrió su puño. Allí, con la escasa luz que entraba del exterior, le costaba diferenciar el borde de la runa. Había conseguido escondérsela al abad tras la caída. Si pudiera hacerla brillar, encontraría un punto débil de la reja del calabozo para poder huir, si no al menos podría tener la certeza de que no iba a ser devorado por ratas mientras dormía. No sabía activarla ¿Cuándo y por qué lucía?

Lo intentó infinidad de veces, pero nada consiguió. Notaba cómo la adrenalina dejaba paso al cansancio, las magulladuras y heridas contribuían a que todo su cuerpo pareciera estar convirtiéndose en plomo. Al final sucumbió al sueño, pero no pudo descansar.

Toda la noche estuvo con grandes ardores y pinchazos en la herida, como una pesadilla que no terminaba de traerle de vuelta a la realidad, en la vigilia vaporosa de un sueño huidizo. Notaba temblar la mano, el antebrazo, como si las miles de células afectadas profirieran alaridos de forma caótica, luchando por ser la acertada y provocar una reacción por su parte, pero no se despertaba. Cuando lo hizo, sus mejillas aún poseían lágrimas sigilosas que habían brotado en la oscuridad. Era de día o eso intuyó por la luz del Sol entrando por una ínfima ventana.

De nuevo comenzó a gritar y dar golpes, pero de nada le sirvió, nadie pareció recordar que estaba allí encerrado, le tenían abandonado.

                                                                                                                       SIGUIENTE CAPÍTULO

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