XVII. LIBERTAS

La voz de Alonso, le despertó. Abrió los ojos y la escasa iluminación de la tea que llevaba le dañaba la vista.

-          ¡Despertad! el abad quiere veros en el comedor, lleváis encerrado septem díes, ¡Vamos! – Adrián al oír el tiempo pensó en Limëy, había escuchado su voz en sueños, debía de estar preocupada.
-          ¿Por qué os ha mandado a vos? – preguntó débil Adrián.
-          Quia si enviaba a otro, non querríais ir a verle - dijo Alonso con una sonrisa
-          Está bien… – accedió Adrián. - ¿Has visto a Ghadeo hace poco?- añadió.
-          Fui a visitarle el otro díe, estaba preocupado por ti. Pensé qui nunquam dejaríate más de un die. Ghadeo dijome qui quando salieras colgase una sábana en la porta de forja qui él pasaria cada matutina. Ya la colgué antes.
-          Gracias Alonso. - El noble abrió la puerta y salieron del oscuro calabozo. 

A medida que iba andando sentía como sus piernas flaqueaban, no se podía tener casi en pie, su ropa estaba aún más desastrosa de lo que era, estaba llena de mugre de las paredes de la celda.

Llegaron al comedor y nada más entrar vio que sobre su sitio no había nada que insinuara que iba a desayunar. Sin pararse ni dar los buenos días, subió directamente al atril dónde estaba la Biblia, más avanzada de dónde la había dejado él, mientras había estado prisionero habría leído otro penitente. Las tripas le sonaban y le entraban náuseas del hambre. Parecía que se iba a marear. Tenía la comida tan cerca y a la vez tan lejos. Cuando terminó Fadrique de desayunar, le miró y dijo:

-          Debéis facer todas las tareas, con vestro socius, espero qui fayáis aprendido la lección – seguía poniendo altanería y sarcasmo en las palabras; Adrián asintió sin rechistar, estaba tan débil que las ganas de clavarle algúin cubierto en la cara le parecía el mayor esfuerzo del mundo. Recogió la mesa con Alonso. Después, fueron al campo de cultivo con Padre Paulos, donde estuvieron cavando, regando y sembrando la primera parte de la mañana, Fray Pimolus acudió a llamar al clérigo que les acompañaba, se marchó, no sin antes dejarles órdenes para que limpiaran la tierra de malas hierbas, fueran al scriptorium a copiar y cortaran las rosas del fondo y las llevaran al aposento del abad.

-          ¿Todos los dies fabéis tenido qui facer algo así? – Preguntó Adrián, insinuando que era poco.
-          Sí, tampoco est muy forzoso, sed ya estás ocupado toda la Matina. Por la tarde he tenido que apographiar en el scriptorium. – Alonso se comenzó a agachar para arrancar con la mano las hierbas que no valían.

Adrián le imitaba, pero el cansancio de haber estado encerrado le atontaba. Era un suplicio el no comer nada. Si no estuviera tan débil huiria, pero ansiaba que llegara la noche para acudir a la cita con Ghadeo frente a la valla del jardín.

 El tiempo pasaba y aún no habían ido a cortar las rosas, el Sol había sido tapado por las nubes, era víspera de fiesta. Por primera vez desde que saliera de la celda sonrió al pensar en una frase que su madre alguna vez le decía: “Aprovecha, que estos años ya no se vuelven a cumplir”, pues parecía que él sí. No tenía ganas de reírse ni de los chistes malos que solían esbozarle una sonrisa.

Pusieron rumbo al scriptorium, al llegar Alonso se sentó en su mesa habitual mientras que Adrián pedía a Fray Fruela que le dejara un texto que poder copiar.

-          Os dejaré este biblo primo – le decía mientras cogía un tomo gigante de una mesa. – ob qui aprendáis a apographiar. – terminó dejándole en el escritorio dónde se había sentado.
-          Perfecto, gracias. – dijo Adrián. Fray Fruela le acercó un tintero y una pluma.
-          Tenéis qui coger la pluma así – continuó formándole cogiéndole la mano desde detrás suyo - et posteriori deixar fluir la tinta sobre la folia. - Adrián sentía espeluznante el tacto frío del monje en su mano y su aliento cálido en la oreja.
-          Está bien, está bien, gracias. – dijo nervioso y acelerado.
-          A vos. Cualquier dúbita…
-          Yo le pregunto, gracias. – Terminó firme Adrián. Le había puesto nervioso acercándose tanto, la gente que no respetaba el espacio vital le crispaba.

La luz tenue que entraba por la ventana, fue desapareciendo hasta quedar casi en penumbra. Adrián no entendía apenas nada de lo que ponía en el libro, sólo le sonaba el título: Génesis y alguna palabra por similitud al castellano.

Un resplandor iluminó instantáneamente la sala, segundos después un trueno retumbaba en las paredes de Sancti Martinni.

-          Deus quiera qui escampe ob las ferias. – dijo Alonso susurrando.
-          ¡Esperemos que sí!
-          ¡Chtts! ¡Silentio! Deben concentrarse. – les riñó Fruela.

Alonso puso los ojos en blanco y volvió a bajar la cabeza entre las páginas de su libro.
Adrián intentaba escribir sin su grafía, dibujando ese entramado de curvas que tenía que creer que eran letras. Costaba diferenciarlas.

Siguieron copiando, mientras sus miradas se perdían entre la tormenta exterior y el pergamino. De repente, camuflada por los enormes truenos retumbó el replique de la campana para comer.

En el sitio donde él se sentaba, había un poco de agua y medio mendrugo de pan que  devoró, y al tener eso de menú, comprendió que le tocaba subir a leer de nuevo. Antes de que entrara el abad en el comedor, ya estaba él preparado en el altillo, con el manuscrito abierto por donde tocaba: el cantar de los cantares.

Al entrar Fadrique todos los clérigos centraron su mirada baja y al frente. Nada más sentarse a la mesa, Adrián comenzó a leer. Los demás de la sala no le prestaban atención, solo se limitaban a mirar la sopa caliente y contemplar los restos de comida que les iban quedando en el plato. Platos que le llamaban a gritos para que se los comiera todos, tenía mucho hambre.

Alonso a veces le miraba con el rabillo del ojo porque comiendo estaba prohibido mirar al penitente que leía las Santas Escrituras.

Cuando el abad terminó de comer, se levantó y dirigiendo la vista al castigado le dijo:

-          Quiero ver las rosas del horto en mea cubiculum dentro de muy poco tempo, quando las lleveme ya hablaremos sobre la conversación de la praeterita semana et sobre vuestra penitentia. – Adrián no podía evitar sentir desapego y repulsión hacia el hombre. Todos desalojaron la habitación, los alumnus se quedaron recogiendo los cacharros y después pusieron rumbo a recoger las rosas.

Alonso estaba muy nervioso, aunque sabía que de nada le serviría impacientarse. Como no aguantaba el silencio que tenían los corredores, Adrián le preguntó:

-          ¿Ubi será el desposamiento? – Alonso le miró y con una sonrisa algo alocada le contestó:
-          Meo pater tiene varios lugares cogidos, sed creo qui al final será en nostra Casa Mayor en Tremor.
-          Ahhh- soltó Adrián algo anonadado- pues si qui va a ser una boda de alta clase et ¿quándo va a ser?
-          Por tradición todo el mondo suele desposarse en aestas, sed quomo Blanca es feriante,  nos desposasaremos antes de qui finite el mense, eso semper et quando el pater de ella acepte el pactum.- Adrián sonrió pero en la luz de los ojos de Alonso notaba algo raro,  lo veía tan profundo que le daba miedo sacar el tema. Llegaron al patio, cogieron las flores y acto seguido, caminaron hasta los aposentos del abad.

Alonso le tuvo que guiar porque él no sabía donde estaban, al final se orientó y comprobó de nuevo cómo con la penumbra de los corredores no se advertía una cortina de color oscuro que tapaba una estrecha escalinata de piedra. Subieron al piso superior, desde aquella galería completa de arcos, se tenía una vista impresionante de día.  La aldea se veía al fondo y la claridad del sol se filtraba por las grandes oquedades que dejaban los trabajados arcos.

Cuando Alonso fue a llamar a la puerta, Adrián le paró la mano, había escuchado la voz de D. Felipe en la habitación. Se quedaron escuchando la conversación. El abad relataba, a su manera, lo sucedido con Adrián. Según le decía a D. Felipe, le había pillado robando y le había castigado al calabozo. El Conde no estaba de acuerdo con ese maltrato al noble solo por verle de noche en la herboristería.

-          Nunc vendrán con flores del horto. – escucharon decir a Fadrique.
-          ¿Qvod? ¿Los alumnus están hic ob arribar y llevar flores de un lugar ob otro?- D. Felipe se empezaba a alterar.
-          Non, ellos facen más cosas como regar, cultivar, scribir, apographiar, recitate, sed esas flores las necesito. – Fadrique lo dijo con gran autoridad, cosa que molestó más a Felipe.
-          Quería decirle qui al desposamiento lleve su túnica, oficiará la unión, et respecto a las actividades qui facen hic el meo filius et su novo amicus quiero deciros qui será mejor qui abandonen l' abadía y me los lleve a casa, ob non facer nada et sufrire vestros desvaríos me los llevo.
-          Comprendo qui se quiera llevar al suo filius, sed ¿Ob quod quiere llevarse a ese chiquillo arrogante? – dijo Fadrique intentando no dejar entrever su ira. Adrián y Alonso que estaban escuchando se llevaron un gran sobresalto cuando escucharon lo que acababa de decir el abad, el de Magerit, intentando no aporrear la puerta, llamó con los nudillos. La conversación se cortó en la estancia y un adelante se escuchó de la voz del abad.

Adrián y Alonso pasaron a la habitación. Seguía bastante amueblada. Una mesa grande al lado de la chimenea estaba llena de libros y raros artilugios. También había objetos que colgaban de las paredes, desde espadas hasta plumas enormes con tonalidades muy distintas. D. Felipe con su cabellera morena recogida y su barba casi larga, estaba de pie frente al que modernamente se llamaría escritorio. La luz de las velas y el fuego daban al aposento una lúgubre sensación de interior, había ventanas, pero las cortinas las tenían tapadas.

-          ¡Salve filius! ¿Qvomodo vais?- preguntó el noble a Alonso, dándole una palmada en el hombro.
-          Bien pater, estoy comportándome quomo meillor puedo.
-          ¿Et vos Adrián? ¿est de vuestro agrado este lugar? – le preguntó con carisma D. Felipe mientras le observaba mugriento de arriba a abajo. Adrián se moría de la vergüenza, nunca había estado tan sucio, jamás se había sentido tan mal. No podía revelar que habían estado escuchando detrás de la puerta así que contestó:
-          Quomo os dije señor, si mi ayuda no necesitáis, será mejor que esté entretenido aquí, aunque no faya mucho que facer tampoco.- El abad le sonrió, pero Adrián le miró con sus ojos azules y toda la ira que podía.
-          Adrián quomo vos decís, io os tomé la palabra, ergo necesito qui acompañéisme a casa ob qui pueda ocuparme de lo del desposamiento mientras vos et Alonso andáis disfrutando et eligiendo ropa ob la ceremonia.- le dijo el noble con una sonrisa mientras que Adrián abría los ojos y sonreía.
-          Muchas gracias señor. – dijo con alivio, mientras el abad le miraba con toda la furia que antes el muchacho le había proporcionado, al verlo, el de Magerit quiso hacer una intervención más:
-          Muchas gracias por acogerme tan bien, deberíais aportar luz al calabozo. De todos modos, el ruido del agua es muy relajante, gracias por enseñarme sin ninguna necesidad – dijo fingiendo un profundo agradecimiento, si le decía lo que pensaba de él, quizá le encerrara más, pero fingiendo estar agradecido delante de D. Felipe, era su forma de humillarle. El abad le miró con los ojos encendidos.
-          De nada meo filius, espero qui os vaya muy bien con D. Felipe – Por dentro Adrián quería gritar o incluso tirarse a pegarle, pero sabía que la falsedad algún día la iba a pagar cara, en cuanto llegase a la otra abadía y quisiera mandarles con esas reglas, le montarían un motín y le encerrarían a él. No quería desear mal a nadie pero él, se lo merecía al menos un poco de humildad.
-          Fadrique, acuérdese de lo qui le he dicho antes et espero verle en la fiesta de la pradera, sino esperadnos el dominus die, ob ir juntos a Ceressal.- dijo el señor.
-          Adiós Felipe.


Adrián y Alonso fueron a su habitación acompañados por D. Felipe y recogieron sus escasas pertenencias. Esperaron que Adrián se aseara un poco rápidamente, se cambiara la túnica mugrienta por la ropa que le había dado Limëy y pusieron rumbo a la aldea.



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