V. AL-MAGERIT CIUDAD DEL AGUA

El sol, todavía no había marcado el mediodía y Adrián ya estaba muerto de calor. Iba atravesando el campo por la ribera del Manzanares encima de un borrico. No sabía cuando llegaría, pero estaba impaciente. En su tiempo no había mucha información acerca de la existencia y las costumbres de la ciudad en la época en la que él calculaba que se encontraba y eso sería la prueba definitiva sobre su cordura. Jamás había visto, oído ni imaginado cómo sería su ciudad en el año en que estuviera, por tanto, debería no existir o bien mostrársele con aspecto medieval, pero tal y como lo conocía. En caso de no ser un sueño barajaba la opción de haber perdido la cabeza ¿cómo iba a ser real todo? De serlo, debería tener más picardía y valentía para poder sobrevivir, no podía continuar débil y quejándose por todo. Aun siendo optimista, el temor a lo que pudiese venir encima, podía con él.

Cuando calculó que había pasado el mediodía, paró el borrico en una sombra al lado del río para que pudiera beber y sacó una hortaliza, la lavó y se la comió a mordiscos. Nunca había probado esa verdura en casa, pero aquel sabor era un regalo para el paladar, tras varios días sin comer, cualquier cosa que hubiera probado le hubiera resultado apetitosa.

Se sentó bajo unos álamos y sin poderlo evitar se quedó dormido con el sonido del agua. Un rato después, se sobresaltó, le despertó el gruñido de un oso. Asustado, se levantó con mucho sigilo y lentitud. Se colgó de nuevo la bolsa, agarró al burro de los estribos, y comenzó a andar por la ribera mirando hacia detrás. El oso no les siguió pues, se apoderó de la sombra que ellos estaban ocupando momentos antes. Estaba confuso, le había parecido escuchar a alguien en sueños. ¿Un hombre tal vez? ¿Sería de nuevo el vasallo de Hördtein? Más adelante, ya recuperado del sobresalto, sacó otra hortaliza y se la comió.

 El paisaje de su entorno iba cambiando, cada vez era más llano y la vegetación era también diferente. Las encinas y los alcornoques poblaban aquella zona dejando espacio en la orilla para otras especies como chopos, olmos y fresnos.

Su mente divagaba por los senderos del recuerdo y debía empezar a prepararse para asumir que quizá estuviese encerrado en el tiempo. Estaba preocupado por su familia todos le estarían buscando, el Cuerpo Nacional de Policía, la Guardia Civil, las noticias hablarían de él y sin embargo si no reaccionaba e intentaba volver nunca le encontrarían.

Debía sacar fuerzas para poder salir de ese lugar de la misma manera que había aguantado todo en el colegio, tenía que sumarle valor a su fuerza de voluntad, a su paciencia que había soportado todo lo que le había venido encima. Estuviese loco o no, tenía que hacer algo para no quedarse ahí atrapado. Para volver al mundo real ya estuviese dentro, o fuera de su cabeza.

Vio algunos animales como algún jabalí, ciervos, gamos, pero a esas horas de la tarde con todo su cansancio, hubo uno en especial que le llamó la atención. Le pareció precioso, su pelaje pardo, sus orejas terminadas en un leve mechón de pelo negro, sus manchas en el lomo y sus ojos verdes brillantes sirvieron para hipnotizarle. El lince ibérico había estado en peligro de extinción en su época, era hermoso y sus andares felinos completaban el conjunto de artes que embrujaban de aquel animal en la naturaleza. No podían dejar en su tiempo que algo tan hermoso se abocara a la extinción total, no solo por su belleza, sino porque cualquier especie no merece desaparecer de la faz de La Tierra por las malas prácticas de los hombres.

Las primeras estrellas hacían su aparición en el firmamento, y la luna comenzaba a brillar en su fase cuarto creciente. A lo lejos vio como las encinas y los árboles se hacían más abundantes. Decidió seguir hasta allí para resguardarse del frío y encontrar un sitio cómodo donde dormir. Se fue alejando de la orilla del río y en lo que le pareció un largo rato llegó al comienzo del bosque.

 Mientras se iba introduciendo en la espesura, se iba alejando más del Manzanares hasta que en un claro por donde pasaba un pequeño arroyo, se detuvo para descansar y dormir al raso. Tras preparar el suelo para no clavarse nada y atar el burro a un árbol, se tumbó y notó cómo su cuerpo agradecía ferozmente el descanso, al tiempo que pedía a gritos una ducha relajante.

Mientras miraba las estrellas escuchó ruidos y se alarmó. Sin alterar al burro se levantó y se escondió detrás de unas grandes rocas que había cerca. Se escuchaban voces y mucho jaleo. Se trataba de un pequeño grupo de hombres que parecían ebrios por sus risas escandalosas y sus gestos obscenos. Portaban antorchas alumbrando sus ropajes harapientos.

Adrián no se movía, ni tan siquiera un ápice, pues no quería que le descubriesen.  Esperó a que pasaran y que el escándalo cesara; no quería morir a mano de unos bandidos.

Al final la noche fue tranquila, no tuvo molestias ni sueños extraños. Con el canto de los pájaros en los albores del día se despertaron. Adrián, se lavó la cara en el arroyo y cogió agua en la bota mientras el borrico desayunaba grandes porciones de hierba fresca con el rocío de la mañana.

Podría seguir el camino de los bandidos, pero no sabía dónde terminaba. Había perdido el rumbo del río, pero el arroyo debería desembocar en el Manzanares y si lo seguía acabaría en Madrid, aunque diese algún rodeo. Mientras desayunaba un pepino que quedaba en la bolsa se dispuso a seguir el viaje.

En ese momento en el que quizá, estaba cerca de conocer su ciudad en la antigüedad, estaba asustado, nervioso, ansioso, sentía como si una gran corriente eléctrica recorriera el interior de su cuerpo, no sabía cómo le iba a afectar si de verdad estaba en pie y no era todo fruto de su imaginación. Durante siglos habían salido a la luz restos arqueológicos, rumores, creencias sobre la existencia de un Madrid antiguo y ahora que en lo peor, tendría la oportunidad de conocer la verdad, no podía explicar esos sentimientos. Quizá le asustase la realidad ¿Podría soportar la carga de conocer la verdad y no contarla? a lo mejor no, pero no tenía claro si algún día volvería a su casa. Se preocuparía por ir inventando algo que decir al llegar a la ciudadela, en caso de que no estuviera enfermo, y fuese real.

El tiempo pasaba mientras seguía intentando recordar algún detalle, algo de historia que pudiese sacarle del apuro. Aunque le gustase la historia, no debía haberse distraído mientras la profesora explicaba una y otra vez lo mismo. Quizá se perdió algo, debía recordar con todas sus fuerzas. Desde que había abierto la posibilidad de no estar loco, que quizá su mente no pudiera inventar todo, recordaba el nombre de un gran astrónomo y matemático árabe, que había nacido en Madrid. No sabía si fue su profesora, o lo había escuchado en otro lugar, pero intentaría preguntar por él para poder acceder a la ciudad. No sabía si ya había nacido, o muerto, pero con algo de suerte entraba en Matrice, y podría buscar o planear mejor, sin estar a la intemperie. Después, se las arreglaría para planear lo siguiente que tuviera que solventar, porque nada más se le ocurría.

Ya cansado de andar a pie se montó en el burro y fueron avanzando despacio por la orilla del arroyo que atravesaba el inmenso paraje.  Había zonas en las que lucían enormes claros, pero eran escasas, los árboles brotaban a montones del suelo.

Tras unas horas, llegó a una pequeña cascada en un desnivel y un pequeño lago. Después, el arroyo continuaba canalizado en una acequia que tras unos metros, se adentraba en la oscuridad del subsuelo, el caño la conducía bajo tierra, con lo que perdiendo de vista el cauce, Adrián continuó por aquel inmenso pinar. Al momento escuchó un sonido que no provenía del bosque.

El ruido de cascos de caballo chocando contra el suelo de piedra inundaba el lugar, cada vez sonaban más cerca. Le vino a la mente las películas del oeste o de épocas medievales, en las que todo aquel que se lo podía permitir montaba a caballo y luchaba como caballeros que eran, pero solo eran actores delante de una cámara exhibiendo un guión; sin embargo, este era diferente, de ser todo real, él estaba en alguna época feudal y no tenía pinta de ser todo tan bonito y perfecto como pintan los largometrajes.

Adrián desde abajo, vio como los caballos se alejaban cada vez más y decidió entonces subir y acercarse al camino por el que habían pasado. Atravesando un promontorio embarrado lleno de manantiales consiguió alcanzar la cima de la colina tirando de las riendas del burro. Allí se quedó estático. No había imaginado que vería nunca una tan conservada, tenía desperfectos, pero era mucho más espectacular que las que habían llegado hasta su siglo. Se trataba de una calzada romana; la mayoría de las piedras centrales estaban pulidas, aunque ya presentaban un gran desgaste. A los lados había trozos rotos de algún baldosín chascado, y la hierba comenzaba a adueñarse de las grietas que las descuidadas rocas dejaban.

Andando por aquellas piedras su mente divagaba por las diversas hipótesis que conocía y por las que la situación daba pie a inventarse a pesar del susto que aún tenía en el cuerpo. Cada cosa nueva que encontraba era un indicio a favor de que el trasporte era real, y de ser así, estaría mucho más atrás en el tiempo de lo que hubiera imaginado. El centrarse en los pensamientos arqueológicos, le trajo a la mente la cueva de la que había desaparecido. No le gustaba dudar, pero si los arqueólogos e historiadores afirmaban que Madrid no tenía legado romano, ¿Por qué iba andando por una calzada en dirección a Magerit? Si en algunos barrios, los habitantes reclamaban investigaciones más profundas sobre antiguos poblados por que habían sido encontrados algunos pequeños restos ¿por qué no las hacían? ¿Realmente estaban seguros de sus investigaciones y teorías o tenían miedo a descubrir algo tan grande que trajese más dudas e incógnitas de las existentes? Lo más seguro que se tratase de una gran inversión para quizá no obtener ningún resultado importante.

 Mientras pensaba, llegó a un tramo inclinado hacia arriba y al burro le costaba andar entre las piedras; al cabo de un rato llegaron al final de la cuesta y entonces fue cuando Adrián se quedó paralizado por lo que vio. Su alma se vino abajo y todo en su cabeza parecía darle vueltas.

 A lo lejos podía ver el río que dejó el día anterior y como el arroyo canalizado, salía del bosque y pasando por algunas casas ya sin canalizar, desembocaba en él. Centrando la vista en el paisaje, lo que más le impresionaba era el edificio que había sobre el gran promontorio que había a la otra orilla del río. Destacaba por su gran altura y parecía sacado de un cuento, era muy parecido a un castillo.  Veía solo tres grandes atalayas de forma circular unidas por una enorme pared de piedra. De aquel alcázar partían hacia cada lado los laterales de la muralla, que desde la lejanía parecía impenetrable. El edificio le recordaba al alcázar de Segovia que hasta su actualidad llegaba, pero sin embargo el de Madrid era más primitivo y no estaba tan remodelado como el castillo de la realeza castellana. La vista era espectacular: los escasos dibujos, cuadros e imágenes que había visto sobre él no tenían comparación como verlo en persona conservando aún su imagen islámica. Las vistas le hacían dudar sobre si era o no producto de su cabeza. El transporte ya casi había ganado el pulso. En la lejanía pudo apreciar cómo la fachada que daba al otro lado de la ciudad, poseía dos torres cuadradas. Muy cerca de él se encontraba una mezquita con una almenara bien alta y del mismo estilo que el del palacio. Todo apuntaba a que debía borrar la idea de que era un sueño o bien aceptar que había perdido el juicio por completo.

Debatiéndose entre la realidad y la ficción, comenzó a descender a lomos del burro. A los lados de la calzada había pedazos de rocas que tiempo atrás habían sido las lápidas de los habitantes de la villae romana, sobre la que parecían haberse asentado los musulmanes. Según se iba acercando a la orilla del río comenzaron a aparecer casas con patios y algún que otro pequeño jardín que le recordaron a las domus que había estudiado en Cultura Clásica años atrás, pero deterioradas y pobres.

Tardó bastante en llegar al ancestro del Puente de Segovia y cruzó por primera vez el Manzanares, el camino que le aguardaba ahora era una gran cuesta empinada surcada por varios arroyos de manantiales que brotaban del suelo. En la cima le esperaba la puerta de la muralla que daba acceso a la ciudad. El muro era muy alto y de gran dureza, el material que lo formaba tenía aspecto de pedernal y era muy similar a las descripciones que habían llegado hasta su época. De vez en cuando poseía una torre cuadrada, en la que había alguaciles observando.

Se bajó del burro y tirando de él subió la pendiente que le quedaba. Según iba llegando vio como unos guardias bajaron desde las torres que custodiaban la puerta para detenerse delante de él:

-          ¿Q’al queréis? – dijo uno de los centinelas. Adrián tragó saliva muy nervioso y tranquilizándose, intentó que no se le notara el temblor de las rodillas.  Reaccionó todo lo rápido que pudo y aunque lo mismo, fuese a decir una burrada histórica les dijo lo que había estado pensando:

-           Vengo a la escuela del Gran Maslama al-mayriti – los dos alguaciles se miraron y se echaron a reír. Adrián se mordió el labio inferior, ya había estropeado todo.
-          La escuela d’al Mayriti se encuentra en al-Qurtuba, dimníe – Adrián se quedó paralizado, no recordaba ese nombre.
-          Ahh ¿y no se encuentra él aquí?, traigo buenas nuevas para el Amir de la aritmética – dijo esforzándose por causar buena impresión y que resultase creíble. Sentía cómo las manos le sudaban y las rodillas le seguían flaqueando. Que no le dijeran que ya había muerto y que aún no hubiera fundado su escuela en Madrid, le situaban alrededor del siglo X. Como tardaran mucho acabaría por desplomarse sin fuerza en las piernas.

Los dos le miraron, dieron unos pasos hacia detrás y comenzaron un diálogo muy rápido. Adrián seguía pensando en Qurtuba mientras observaba sus vestimentas para intentar calmarse. Llevaban pantalones bombachos marrones, alpargatas, un chaleco dorado sobre una camisa blanca, igual que el turbante que les rodeaba la cabeza. En él llevaban bordado una pequeña torre bajo una media luna, lo mismo que tenían en grande en un escudo circular que portaban en la mano, sería el emblema del ribat.  Portaban una lanza pequeña y una daga atada al cinturón.

Al final, mientras los alguaciles cuchicheaban y el burro se quejaba, recordó que en las clases de historia les habían explicado que Qurtuba era Córdoba, la ciudad más grande del mundo en esa época y la sede de toda la cultura y el saber de occidente. Si conseguía volver a su época pondría más atención en las clases, lo prometía, no dejaba de pensar qué hubiese hecho de no haber atendido en ninguna como hacían la mayoría de sus compañeros.

-          Monta y pasa – le dijo uno de los alguaciles. Mientras subían a la torre y le abrían la puerta miró hacia un lado y a lo lejos divisó en una colina unas cuantas casas de estilo mozárabe; dependiendo de la orografía del terreno la muralla podía estar tras unos hondos fosos.
-          Ve al- qasar derecho o morirás. Allí pregunta por Maslama. No te entretengas porque al ocaso serás repudiado con los tuyos – Adrián asintió a pesar de estar procesando todavía la información, al-qasar le había sonado parecido a alcázar, así que iría a palacio preguntando por el astrónomo matemático. Aún no se creía la suerte que había tenido. Debía ser cauteloso por si era una trampa y le mataban sin darse cuenta. Aún así ¿Qué hablaría con un árabe de once siglos más viejo que él? Cuando tampoco le había apasionado nunca la aritmética.

Estaba dentro de la almudayna y aunque sabía hacia dónde dirigirse, se sentía desorientado observando su ciudad diez siglos antes de su nacimiento. Cerca de la puerta observó cómo por una calle discurría un arroyo encauzado en el medio de la larga calle. Giró 180º para divisar mejor los edificios, al fondo vio las torres cuadradas que había podido divisar desde el cerro esa mañana. Puso rumbo hacia allí mientras que la gente del interior, le miraban extrañados, aunque le sorprendió el respeto que todos le estaban teniendo, en alguna ocasión pudo ver algún gesto de asco o de arrogancia hacia él pero al contrario de lo que esperaba, la gente le sonreía y algunos niños le saludaban con la mano, les debía gustar el burro.

La calle estaba empedrada y al llegar a palacio se bajó del animal, no sabía si acercarse más pues en la puerta había otros dos guardias, su uniforme era igual que los de la entrada. En la entrada se había aventurado a decirle a los guardias que venía a visitar a Maslama al-Mayriti, pero ya que estaba dentro del ribat no tenía por qué acudir allí. Buscaría un lugar seguro, se giró para mirar alrededor y vio a uno de los vigías de la puerta principal que le seguía de cerca. Estaba obligado, encomendado a seguir con la mentira hacia una situación peor ¿Qué iba a hacer? Se dirigió con normalidad a uno de los alguaciles de la puerta del alcázar:

-          Vengo a ver al Gran Sabio Maslama al-Mayriti - los dos bajaron las armas con las que le apuntaban y uno de ellos le dijo:
-          Sígueme, debes ser la visita que anda esperando. – Adrián iba a contestar, pero no le dio tiempo suficiente, el guardia ya había emprendido la guía. De nuevo debía escudriñar su mente para tener preparado algo para el sabio. Pero ¿el qué? No sabía el año en el que se encontraba, no podía decirle que le mandaba el emir de un reino de taifa si ni siquiera sabía si se habían dividido todavía, sería modificar el futuro. El guardia le había dicho que esperaba a alguien ¿Y si realmente era él? ¿Se trataba de una prueba a favor de que estaba soñando o era el vasallo de Hördtein? El no saber nada y estar perdido le encendía, no podía estar con los nervios a flor de piel a cada paso que daba, quería despertar o irse y volver a casa ya.

El interior de palacio era bastante lujoso para la época, muebles con mucha ornamentación, techos adornados, columnas talladas y cortinas o tapices bien cuidados de colores claros. Atravesaron un patio en cuyo centro había una fuente con forma de nenúfar. Entraron por otro lugar y subiendo una estrecha escalera de ladrillo llegaron a una puerta cerrada. El guardia iba a golpear la puerta cuando ésta se abrió. Un muchacho joven, de su edad apareció en el umbral de la puerta, tenía una barba negra muy cuidada y su pelo algo largo estaba recogido en un turbante de color naranja. Llevaba una túnica de color beige y grabados en tonos Siena a los lados.

-          Hola, soy Adrián. Vengo a visitar al sabio.

Entra viajero, soy Maslama al- Mayriti, te estaba esperando.


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