El sol, todavía no había marcado
el mediodía y Adrián ya estaba muerto de calor. Iba atravesando el campo por la
ribera del Manzanares encima de un borrico. No sabía cuando llegaría, pero
estaba impaciente. En su tiempo no había mucha información acerca de la
existencia y las costumbres de la ciudad en la época en la que él calculaba que
se encontraba y eso sería la prueba definitiva sobre su cordura. Jamás había visto,
oído ni imaginado cómo sería su ciudad en el año en que estuviera, por tanto, debería
no existir o bien mostrársele con aspecto medieval, pero tal y como lo conocía.
En caso de no ser un sueño barajaba la opción de haber perdido la cabeza ¿cómo
iba a ser real todo? De serlo, debería tener más picardía y valentía para poder
sobrevivir, no podía continuar débil y quejándose por todo. Aun siendo
optimista, el temor a lo que pudiese venir encima, podía con él.
Cuando calculó que había pasado
el mediodía, paró el borrico en una sombra al lado del río para que pudiera
beber y sacó una hortaliza, la lavó y se la comió a mordiscos. Nunca había
probado esa verdura en casa, pero aquel sabor era un regalo para el paladar,
tras varios días sin comer, cualquier cosa que hubiera probado le hubiera
resultado apetitosa.
Se sentó bajo unos álamos y sin
poderlo evitar se quedó dormido con el sonido del agua. Un rato después, se
sobresaltó, le despertó el gruñido de un oso. Asustado, se levantó con mucho
sigilo y lentitud. Se colgó de nuevo la bolsa, agarró al burro de los estribos,
y comenzó a andar por la ribera mirando hacia detrás. El oso no les siguió pues,
se apoderó de la sombra que ellos estaban ocupando momentos antes. Estaba
confuso, le había parecido escuchar a alguien en sueños. ¿Un hombre tal vez?
¿Sería de nuevo el vasallo de Hördtein? Más adelante, ya recuperado del
sobresalto, sacó otra hortaliza y se la comió.
El paisaje de su entorno iba cambiando, cada
vez era más llano y la vegetación era también diferente. Las encinas y los
alcornoques poblaban aquella zona dejando espacio en la orilla para otras
especies como chopos, olmos y fresnos.
Su mente divagaba por los
senderos del recuerdo y debía empezar a prepararse para asumir que quizá estuviese
encerrado en el tiempo. Estaba preocupado por su familia todos le estarían
buscando, el Cuerpo Nacional de Policía, la Guardia Civil , las noticias
hablarían de él y sin embargo si no reaccionaba e intentaba volver nunca le encontrarían.
Debía sacar fuerzas para poder
salir de ese lugar de la misma manera que había aguantado todo en el colegio,
tenía que sumarle valor a su fuerza de voluntad, a su paciencia que había
soportado todo lo que le había venido encima. Estuviese loco o no, tenía que
hacer algo para no quedarse ahí atrapado. Para volver al mundo real ya
estuviese dentro, o fuera de su cabeza.
Vio algunos animales como algún
jabalí, ciervos, gamos, pero a esas horas de la tarde con todo su cansancio,
hubo uno en especial que le llamó la atención. Le pareció precioso, su pelaje
pardo, sus orejas terminadas en un leve mechón de pelo negro, sus manchas en el
lomo y sus ojos verdes brillantes sirvieron para hipnotizarle. El lince ibérico
había estado en peligro de extinción en su época, era hermoso y sus andares
felinos completaban el conjunto de artes que embrujaban de aquel animal en la
naturaleza. No podían dejar en su tiempo que algo tan hermoso se abocara a la
extinción total, no solo por su belleza, sino porque cualquier especie no
merece desaparecer de la faz de La Tierra por las malas prácticas de los
hombres.
Las primeras estrellas hacían su
aparición en el firmamento, y la luna comenzaba a brillar en su fase cuarto
creciente. A lo lejos vio como las encinas y los árboles se hacían más abundantes.
Decidió seguir hasta allí para resguardarse del frío y encontrar un sitio
cómodo donde dormir. Se fue alejando de la orilla del río y en lo que le
pareció un largo rato llegó al comienzo del bosque.
Mientras se iba introduciendo en la espesura, se
iba alejando más del Manzanares hasta que en un claro por donde pasaba un
pequeño arroyo, se detuvo para descansar y dormir al raso. Tras preparar el
suelo para no clavarse nada y atar el burro a un árbol, se tumbó y notó cómo su
cuerpo agradecía ferozmente el descanso, al tiempo que pedía a gritos una ducha
relajante.
Mientras miraba las estrellas escuchó
ruidos y se alarmó. Sin alterar al burro se levantó y se escondió detrás de
unas grandes rocas que había cerca. Se escuchaban voces y mucho jaleo. Se
trataba de un pequeño grupo de hombres que parecían ebrios por sus risas escandalosas
y sus gestos obscenos. Portaban antorchas alumbrando sus ropajes harapientos.
Adrián no se movía, ni tan
siquiera un ápice, pues no quería que le descubriesen. Esperó a que pasaran y que el escándalo
cesara; no quería morir a mano de unos bandidos.
Al final la noche fue tranquila,
no tuvo molestias ni sueños extraños. Con el canto de los pájaros en los albores
del día se despertaron. Adrián, se lavó la cara en el arroyo y cogió agua en la
bota mientras el borrico desayunaba grandes porciones de hierba fresca con el
rocío de la mañana.
Podría seguir el camino de los
bandidos, pero no sabía dónde terminaba. Había perdido el rumbo del río, pero
el arroyo debería desembocar en el Manzanares y si lo seguía acabaría en Madrid,
aunque diese algún rodeo. Mientras desayunaba un pepino que quedaba en la bolsa
se dispuso a seguir el viaje.
En ese momento en el que quizá,
estaba cerca de conocer su ciudad en la antigüedad, estaba asustado, nervioso, ansioso,
sentía como si una gran corriente eléctrica recorriera el interior de su
cuerpo, no sabía cómo le iba a afectar si de verdad estaba en pie y no era todo
fruto de su imaginación. Durante siglos habían salido a la luz restos
arqueológicos, rumores, creencias sobre la existencia de un Madrid antiguo y ahora
que en lo peor, tendría la oportunidad de conocer la verdad, no podía explicar
esos sentimientos. Quizá le asustase la realidad ¿Podría soportar la carga de conocer
la verdad y no contarla? a lo mejor no, pero no tenía claro si algún día
volvería a su casa. Se preocuparía por ir inventando algo que decir al llegar a
la ciudadela, en caso de que no estuviera enfermo, y fuese real.
El tiempo pasaba mientras seguía
intentando recordar algún detalle, algo de historia que pudiese sacarle del
apuro. Aunque le gustase la historia, no debía haberse distraído mientras la
profesora explicaba una y otra vez lo mismo. Quizá se perdió algo, debía recordar
con todas sus fuerzas. Desde que había abierto la posibilidad de no estar loco,
que quizá su mente no pudiera inventar todo, recordaba el nombre de un gran
astrónomo y matemático árabe, que había nacido en Madrid. No sabía si fue su
profesora, o lo había escuchado en otro lugar, pero intentaría preguntar por él
para poder acceder a la ciudad. No sabía si ya había nacido, o muerto, pero con
algo de suerte entraba en Matrice, y podría buscar o planear mejor, sin estar a
la intemperie. Después, se las arreglaría para planear lo siguiente que tuviera
que solventar, porque nada más se le ocurría.
Ya cansado de andar a pie se
montó en el burro y fueron avanzando despacio por la orilla del arroyo que
atravesaba el inmenso paraje. Había
zonas en las que lucían enormes claros, pero eran escasas, los árboles brotaban
a montones del suelo.
Tras unas horas, llegó a una
pequeña cascada en un desnivel y un pequeño lago. Después, el arroyo continuaba
canalizado en una acequia que tras unos metros, se adentraba en la oscuridad
del subsuelo, el caño la conducía bajo tierra, con lo que perdiendo de vista el
cauce, Adrián continuó por aquel inmenso pinar. Al momento escuchó un sonido
que no provenía del bosque.
El ruido de cascos de caballo chocando
contra el suelo de piedra inundaba el lugar, cada vez sonaban más cerca. Le
vino a la mente las películas del oeste o de épocas medievales, en las que todo
aquel que se lo podía permitir montaba a caballo y luchaba como caballeros que
eran, pero solo eran actores delante de una cámara exhibiendo un guión; sin embargo,
este era diferente, de ser todo real, él estaba en alguna época feudal y no
tenía pinta de ser todo tan bonito y perfecto como pintan los largometrajes.
Adrián desde abajo, vio como los
caballos se alejaban cada vez más y decidió entonces subir y acercarse al camino
por el que habían pasado. Atravesando un promontorio embarrado lleno de
manantiales consiguió alcanzar la cima de la colina tirando de las riendas del
burro. Allí se quedó estático. No había imaginado que vería nunca una tan
conservada, tenía desperfectos, pero era mucho más espectacular que las que
habían llegado hasta su siglo. Se trataba de una calzada romana; la mayoría de
las piedras centrales estaban pulidas, aunque ya presentaban un gran desgaste.
A los lados había trozos rotos de algún baldosín chascado, y la hierba
comenzaba a adueñarse de las grietas que las descuidadas rocas dejaban.
Andando por aquellas piedras su
mente divagaba por las diversas hipótesis que conocía y por las que la
situación daba pie a inventarse a pesar del susto que aún tenía en el cuerpo.
Cada cosa nueva que encontraba era un indicio a favor de que el trasporte era
real, y de ser así, estaría mucho más atrás en el tiempo de lo que hubiera
imaginado. El centrarse en los pensamientos arqueológicos, le trajo a la mente la
cueva de la que había desaparecido. No le gustaba dudar, pero si los
arqueólogos e historiadores afirmaban que Madrid no tenía legado romano, ¿Por
qué iba andando por una calzada en dirección a Magerit? Si en algunos barrios,
los habitantes reclamaban investigaciones más profundas sobre antiguos poblados
por que habían sido encontrados algunos pequeños restos ¿por qué no las hacían?
¿Realmente estaban seguros de sus investigaciones y teorías o tenían miedo a
descubrir algo tan grande que trajese más dudas e incógnitas de las existentes?
Lo más seguro que se tratase de una gran inversión para quizá no obtener ningún
resultado importante.
Mientras pensaba, llegó a un tramo inclinado
hacia arriba y al burro le costaba andar entre las piedras; al cabo de un rato llegaron
al final de la cuesta y entonces fue cuando Adrián se quedó paralizado por lo
que vio. Su alma se vino abajo y todo en su cabeza parecía darle vueltas.
A lo lejos podía ver el río que dejó el día
anterior y como el arroyo canalizado, salía del bosque y pasando por algunas
casas ya sin canalizar, desembocaba en él. Centrando la vista en el paisaje, lo
que más le impresionaba era el edificio que había sobre el gran promontorio que
había a la otra orilla del río. Destacaba por su gran altura y parecía sacado
de un cuento, era muy parecido a un castillo. Veía solo tres grandes atalayas de forma
circular unidas por una enorme pared de piedra. De aquel alcázar partían hacia
cada lado los laterales de la muralla, que desde la lejanía parecía impenetrable.
El edificio le recordaba al alcázar de Segovia que hasta su actualidad llegaba,
pero sin embargo el de Madrid era más primitivo y no estaba tan remodelado como
el castillo de la realeza castellana. La vista era espectacular: los escasos dibujos,
cuadros e imágenes que había visto sobre él no tenían comparación como verlo en
persona conservando aún su imagen islámica. Las vistas le hacían dudar sobre si
era o no producto de su cabeza. El transporte ya casi había ganado el pulso. En
la lejanía pudo apreciar cómo la fachada que daba al otro lado de la ciudad,
poseía dos torres cuadradas. Muy cerca de él se encontraba una mezquita con una
almenara bien alta y del mismo estilo que el del palacio. Todo apuntaba a que
debía borrar la idea de que era un sueño o bien aceptar que había perdido el
juicio por completo.
Debatiéndose entre la realidad y
la ficción, comenzó a descender a lomos del burro. A los lados de la calzada
había pedazos de rocas que tiempo atrás habían sido las lápidas de los habitantes
de la villae romana, sobre la que parecían haberse asentado los musulmanes.
Según se iba acercando a la orilla del río comenzaron a aparecer casas con
patios y algún que otro pequeño jardín que le recordaron a las domus que había
estudiado en Cultura Clásica años atrás, pero deterioradas y pobres.
Tardó bastante en llegar al
ancestro del Puente de Segovia y cruzó por primera vez el Manzanares, el camino
que le aguardaba ahora era una gran cuesta empinada surcada por varios arroyos
de manantiales que brotaban del suelo. En la cima le esperaba la puerta de la
muralla que daba acceso a la ciudad. El muro era muy alto y de gran dureza, el
material que lo formaba tenía aspecto de pedernal y era muy similar a las
descripciones que habían llegado hasta su época. De vez en cuando poseía una
torre cuadrada, en la que había alguaciles observando.
Se bajó del burro y tirando de él
subió la pendiente que le quedaba. Según iba llegando vio como unos guardias
bajaron desde las torres que custodiaban la puerta para detenerse delante de
él:
-
¿Q’al queréis? – dijo uno de los centinelas. Adrián tragó
saliva muy nervioso y tranquilizándose, intentó que no se le notara el temblor
de las rodillas. Reaccionó todo lo rápido
que pudo y aunque lo mismo, fuese a decir una burrada histórica les dijo lo que
había estado pensando:
-
Vengo a la
escuela del Gran Maslama al-mayriti – los dos alguaciles se miraron y se
echaron a reír. Adrián se mordió el labio inferior, ya había estropeado todo.
-
La escuela d’al Mayriti se encuentra en al-Qurtuba, dimníe
– Adrián se quedó paralizado, no recordaba ese nombre.
-
Ahh ¿y no se encuentra él aquí?, traigo buenas nuevas para
el Amir de la aritmética – dijo esforzándose por causar buena impresión y que
resultase creíble. Sentía cómo las manos le sudaban y las rodillas le seguían
flaqueando. Que no le dijeran que ya había muerto y que aún no hubiera fundado
su escuela en Madrid, le situaban alrededor del siglo X. Como tardaran mucho
acabaría por desplomarse sin fuerza en las piernas.
Los dos le miraron, dieron unos
pasos hacia detrás y comenzaron un diálogo muy rápido. Adrián seguía pensando
en Qurtuba mientras observaba sus vestimentas para intentar calmarse. Llevaban
pantalones bombachos marrones, alpargatas, un chaleco dorado sobre una camisa blanca,
igual que el turbante que les rodeaba la cabeza. En él llevaban bordado una
pequeña torre bajo una media luna, lo mismo que tenían en grande en un escudo
circular que portaban en la mano, sería el emblema del ribat. Portaban una lanza pequeña y una daga atada
al cinturón.
Al final, mientras los alguaciles
cuchicheaban y el burro se quejaba, recordó que en las clases de historia les
habían explicado que Qurtuba era Córdoba, la ciudad más grande del mundo en esa
época y la sede de toda la cultura y el saber de occidente. Si conseguía volver
a su época pondría más atención en las clases, lo prometía, no dejaba de pensar
qué hubiese hecho de no haber atendido en ninguna como hacían la mayoría de sus
compañeros.
-
Monta y pasa – le dijo uno de los alguaciles. Mientras
subían a la torre y le abrían la puerta miró hacia un lado y a lo lejos divisó
en una colina unas cuantas casas de estilo mozárabe; dependiendo de la
orografía del terreno la muralla podía estar tras unos hondos fosos.
-
Ve al- qasar derecho o morirás. Allí pregunta por Maslama.
No te entretengas porque al ocaso serás repudiado con los tuyos – Adrián asintió
a pesar de estar procesando todavía la información, al-qasar le había sonado
parecido a alcázar, así que iría a palacio preguntando por el astrónomo matemático.
Aún no se creía la suerte que había tenido. Debía ser cauteloso por si era una
trampa y le mataban sin darse cuenta. Aún así ¿Qué hablaría con un árabe de
once siglos más viejo que él? Cuando tampoco le había apasionado nunca la aritmética.
Estaba dentro de la almudayna y
aunque sabía hacia dónde dirigirse, se sentía desorientado observando su ciudad
diez siglos antes de su nacimiento. Cerca de la puerta observó cómo por una
calle discurría un arroyo encauzado en el medio de la larga calle. Giró 180º
para divisar mejor los edificios, al fondo vio las torres cuadradas que había
podido divisar desde el cerro esa mañana. Puso rumbo hacia allí mientras que la
gente del interior, le miraban extrañados, aunque le sorprendió el respeto que
todos le estaban teniendo, en alguna ocasión pudo ver algún gesto de asco o de
arrogancia hacia él pero al contrario de lo que esperaba, la gente le sonreía y
algunos niños le saludaban con la mano, les debía gustar el burro.
La calle estaba empedrada y al llegar
a palacio se bajó del animal, no sabía si acercarse más pues en la puerta había
otros dos guardias, su uniforme era igual que los de la entrada. En la entrada
se había aventurado a decirle a los guardias que venía a visitar a Maslama
al-Mayriti, pero ya que estaba dentro del ribat no tenía por qué acudir allí. Buscaría
un lugar seguro, se giró para mirar alrededor y vio a uno de los vigías de la
puerta principal que le seguía de cerca. Estaba obligado, encomendado a seguir
con la mentira hacia una situación peor ¿Qué iba a hacer? Se dirigió con
normalidad a uno de los alguaciles de la puerta del alcázar:
-
Vengo a ver al Gran Sabio Maslama al-Mayriti - los dos
bajaron las armas con las que le apuntaban y uno de ellos le dijo:
-
Sígueme, debes ser la visita que anda esperando. – Adrián
iba a contestar, pero no le dio tiempo suficiente, el guardia ya había
emprendido la guía. De nuevo debía escudriñar su mente para tener preparado
algo para el sabio. Pero ¿el qué? No sabía el año en el que se encontraba, no podía
decirle que le mandaba el emir de un reino de taifa si ni siquiera sabía si se
habían dividido todavía, sería modificar el futuro. El guardia le había dicho
que esperaba a alguien ¿Y si realmente era él? ¿Se trataba de una prueba a
favor de que estaba soñando o era el vasallo de Hördtein? El no saber nada y estar
perdido le encendía, no podía estar con los nervios a flor de piel a cada paso
que daba, quería despertar o irse y volver a casa ya.
El interior de palacio era
bastante lujoso para la época, muebles con mucha ornamentación, techos
adornados, columnas talladas y cortinas o tapices bien cuidados de colores
claros. Atravesaron un patio en cuyo centro había una fuente con forma de
nenúfar. Entraron por otro lugar y subiendo una estrecha escalera de ladrillo
llegaron a una puerta cerrada. El guardia iba a golpear la puerta cuando ésta
se abrió. Un muchacho joven, de su edad apareció en el umbral de la puerta,
tenía una barba negra muy cuidada y su pelo algo largo estaba recogido en un
turbante de color naranja. Llevaba una túnica de color beige y grabados en tonos
Siena a los lados.
-
Hola, soy Adrián. Vengo a visitar al sabio.
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