Agarrando los estribos y la silla
de montar iba con miedo sobre el caballo. Era la primera vez que montaba y no
quería causar problemas a los señores. Notaba que el caballo le ponía a prueba
en cada trote, notaba su inexperiencia e iba más descontrolado. Cada momento le
parecía el último sobre el animal y que en breve se encontraría de bruces en el
suelo. Además, no podía parar de pensar qué hacer, no podía entrar en la batalla,
no sobreviviría, tenía que inventarse algo, pero el caballero cristiano no le dejaría
marchar y en el supuesto de que así lo hiciera ¿Qué haría? ¿A dónde huiría?
¿Por dónde debía buscar?
El suelo empedrado, vestigio imperial
romano estaba descuidado, pero lo suficientemente acondicionado para que las ruedas
de los carros no se chascaran. Los árabes iban inmovilizados en el carromato,
al principio habían empezado a gritar e insultar, pero Alfonso rajó su capa y les
tapó la boca con la tela.
En una curva del camino pararon a
refrescarse en la fuente que allí había, Adrián se acercó con cuidado a la
ladera de la montaña para intentar vislumbrar más allá de los árboles que
rodeaban todo. Contempló las vistas de la meseta, llanura casi infinita llena
de pequeñas lomas y colinas. A lo lejos junto a un río serpenteante contempló
una ciudad, pequeña y amurallada, nada de lo que podía apreciar le indicaba cuál
podía ser.
-
Óbila, ¿Bonita no? – le preguntó D. Pedro que se había
acercado a su lado.
-
Sí, nunca había llegado hasta aquí. – dijo mirando el
horizonte.
-
Y que lo digáis, con esa forma de montar no llegarías
ni de vuestra casa al otro lado del ribat. – le contestó riéndose el señor, Adrián
sonrió avergonzado.
-
Nunca tuve oportunidad de tener una montura señor.
-
No os preocupéis, nunca es tarde para ser un hombre.
Subíos con Alfonso llevando el carro, añadiremos su caballo, tenemos que ir más
aprisa.
Con Adrián en el carromato aumentaron
el galope considerablemente. Los romanos salvaban los desniveles con muchas curvas
y ascensos en zigzag. La calzada comenzó a discurrir por encima de altos montes,
aún lejos de las cumbres de Gredos. La ciudad que había contemplado sería muy
posiblemente el ancestro de la Ávila moderna, que aún conservara las murallas
romanas o vettonas. Poco faltaba para que el califato de Córdoba la tirara
abajo por completo en uno de sus ataques. No sería hasta dos siglos después que
se levantarían las murallas medievales que tan bien conservadas, habían llegado
hasta sus días.
Adrián estaba extrañado ¿Por qué
Maslama le había enviado en ese carro de provisiones? ¿Por qué se dirigía por
Gredos en una calzada romana en lugar de estar buscando la forma de volver a
casa? A pesar de las palabras del astrónomo sobre Thirenae y el tiempo que allí
había estado tenía la sensación de estar soñando. ¿Por qué le había pasado
esto? ¿Por qué seguía a los caballeros en vez de ir hacia el norte?
No sabía a dónde se dirigían, pero si llegaban
al final de la Sierra de Gredos entrarían en Extremadura ¿Y si le habían mandado
a esa época en concreto para que muriera en una batalla? o más bien, para
evitar su propio nacimiento si conocía algún antepasado. Un escalofrío le
recorrió la columna. Prefería no pensar en ello. Intentaría encontrar una
salida antes.
Las horas iban pasando, al tiempo
que la calzada se adentraba encajonada en los valles escarpados de la cordillera. El estómago le
rugía cuando alcanzaron la cima de otra montaña, allí pudieron divisar un
montón de carros y una docena de caballeros y soldados leoneses.
-
Buen día Pedro! – dijo uno de los señores al verles llegar
– A vos también Alfonzo.
-
Perdonad la brusquedad, no hay tempo que perder. Éstos
carros no se tratan de mercadería normal, son valijas de provisiones para un
campamento moro de batalla.
-
¿Qvomodo decís? – le dijo otro señor.
-
Éstos árabes nos llevarán hasta él. – dijo Alfonso
señalando los sarracenos inmovilizados.
-
Mais hay tregua Alfonzo ¿La van a romper?
-
Eso parece.
-
Io creo que no, se trata de otra de vuestras ideas de
gloria et batalla contra los infieles. – dijo un soldado sentado en un tocón
bebiendo de una bota de vino.
-
¿Por quí est- qui faltáisme el respeto? ¿Dije-io algo malo
sobre vos? – preguntó Alfonso.
-
Desde las últimas batallas, incluso antes, ya en
Simancas se quedó muy diezmado el ejército de Ramiro, pero más el del califa.
-
Casi quatro annos han pasado ya, esta tregua ya se ha
quebrado. Se están enviando provisiones – Adrián desvió su mirada de la escena
hacia los moros que aún con la tela en la boca se sonreían de lo que estaban
escuchando.
-
Tenemos que encontrar el campamento. – dijo D. Pedro.
-
Non hay tal empresa Pedro, no caigáis en la demencia
¿Por qui queréis ir?
-
¿Et vos? ¿Por quí os oponéis? Deberíamos acuchillar a
cada uno de ellos si no fuera por la tregua. ¿o non?
-
Sois vos los qui habéis quebrato la tregua al atacar
carros sólo por ser sarracenos. – dijo el soldado sin inmutarse de su sitio.
-
Nos seguíamos ortenes del rey. Lleva tempo con la sospecha
de traidores.
-
¿Traidores? ¿al rei? Por qui no me sorprende – dijo
entre carcajadas.
-
¿A quién rendís lealtad et tributo? – preguntó Alfonso
con la mano colocada en el mango de la espada enfundada.
-
Io…al Rei de Castilla, ¡Fernán González! – de un salto desenvainó
su arma y se enfrentó a ellos. Uno de los soldados le aplacó desde atrás y le inmovilizó,
otro buscó en su morral.
-
¡Hic senhor! ¡Hic! – dijo un joven llevando una carta a
D. Pedro. El caballero abrió el pergamino y en silencio comenzó a deslizar su
mirada por las líneas.
El semblante le iba cambiando a
medida que parecía ir avanzando en la lectura, sus facciones se habían
endurecido.
-
¿Qvot dice? – le preguntó otro de los caballeros allí
mirándole.
D. Pedro le dio la carta al joven
y fue a por el soldado, hincó un pie en su espalda, se agachó y del peló le
tiró hacia detrás.
-
¿Qvand est-qui est el ataque? - le gritó agachado al lado
de su oreja – ¡Responded Julián! – el soldado gritaba y reía. Con sus manos moviéndose
como una cucaracha boca arriba alcanzó su arma mientras los demás reían
creyendo que aún quería luchar.
-
¡Larga vida al Rei Fernán! – con la hoja de hierro se
suicidó cortándose en la garganta.
-
¡NOOOOON! ¡Cobarde! ¡Traidor! – le zarandeaba Pedro entre
los gritos de los demás. Los moros del carromato habían estallado en júbilo al
ver lo que acababa de acontecer. Adrián aún contenía la respiración ¿La gente
estaba loca?
-
¡Mierda! ¿Qvi vamos a facer nunc? ¿Qvi decía la misiva?
-
Est un bando de Fernán González a sus aliados et
afines. Explica que el rei tiene abandonada Castilla, qui tras la tregua
esperaban un cambio, mas qui la alianza solo enriquece a la corona et al reyno de
León dejando fuera al condado, lo qui provoca hambre et ataques a Castilla, impidiendo
su crecimiento como condado por el sur, al dar propiedades a recién llegados,
olvidándose del sudor, tesón et lealtad qui desde siglos dan las familias castellanas
al rey de León. Por tanto, se deben declarar en rebeldía tramando un ataque en
la extremadura leonesa, entregando así la región a cambio de no más ataques en
la extremadura castellana. – explicó D. Pedro.
-
¡Cerdo!
-
¡Pagará por ello! ¡Traidor! – gritaban y escupían los
soldados.
Alfonso subió de un salto al
carro y cogió la soga de los moros. Tiró de ella hasta tirarles al suelo.
-
¡¡Nos diréis ubi est el campamento malditos!! – los
musulmanes se reían, les gustaba verles tan nerviosos.
-
No, no os diré nada – dijo uno mientras Alfonso les iba
quitando el trapo de la boca.
-
Muy bien, empecemos – dijo Pedro. – ¡Enrique, ia sabéis
qui facer! – mandó el señor. Un soldado le ató otra soga a las manos, le desató
la inicial y le llevó junto a un caballo.
-
¿Ubi est el campamento? ¿Qvi sabéis del ataque?-
preguntó Enrique.
-
No sé nada, no os entiendo – dijo el árabe. Con un
golpe de la mano en el lomo, el caballo le atizó una coz en la cara. El
sarraceno tras un mohín de dolor empezó a reír, otro golpe más.
-
Yo no entenderos – dijo entre risas el musulmán, los
señores le escupían. Enrique se subió al caballo, ató la soga a la silla y
espoleó el animal.
El árabe iba gritando mientras era
arrastrado por las rocas y lajas del camino. Adrián no podía comprender tanta
brutalidad. D. Pedro se acercó a otro.
-
¿Vos nos lo diréis? ¿Queréis ser el diende?
-
Antes morir qui deciros nada.
-
Podríais faber mort antes et os fabéis rendido. – Antes
de responder volvió Enrique con el árabe detrás quejándose.
-
¿Otro torno? – le dijo el noble entre risas.
-
No entender – Enrique sacó su espada y le atravesó el
pecho. Espada ensangrentada en mano fue a por el que tenía D. Pedro.
-
¿Ubi est? ¿Ubi será el ataque?
-
No sé nada, no diré nada – También acabó sin vida sobre
la hierba.
-
Sólo quedas tú, puedes elegir cómo morir, de una forma
dolorosa o una directa - le dijo Alfonso.
-
Me reuniré con Alá en paz de todas las maneras.
-
Enrique, Pedro, de cada lado – les gritó otro
lanzándoles cuerda. Uno le ató los pies, las manos ya las tenía atadas por la otra
cuerda. Cada soga la anudaron a un caballo diferente.
-
Ésta est vuestra última oportunidad antes de morir
desmembrado.
-
No…no diré… - el señor iba a dar la señal- ¡Non por favor!
- dijo el sarraceno.
-
Muy bien.
-
¿Ubi est qui estáis acampados?- dijo Alfonso
-
Más allá del nacimiento del Tormes, en el Aravalle,
antes de las cumbres que dan paso a las aguas del Xérit.
-
Perfecto – dijo el señor.
-
¿Ubi vais? Quiero la muerte rápida - gritó el árabe.
-
Et yo que ardas en el infierno - Alfonso dio una
palmada y los jinetes espolearon los caballos.
Adrián cerró los ojos, no era algo
que quisiera ver. Los gritos del musulmán duraron poco antes de escucharse una
ovación por parte de los cristianos. Jamás se había imaginado la guerra,
siempre era algo malo y latente, como un cáncer social que dejas en segundo
plano, pero verlo y vivirlo tenía que ser aterrador.
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