X. TORNAVACAS

Adrián miraba nervioso el Sol, estaba a punto de esconderse, no tenía escapatoria debía combatir si o sí. La ansiedad y el miedo recorrían todo su cuerpo, quería huir, desaparecer, le daba igual parecer un cobarde, para él no era más que simple instinto de supervivencia. Estaba desesperado, en cuanto comenzara la batalla cogería un caballo y huiría valle abajo hasta Villaflor, allí al menos podría ocultarse en alguna casa.

Estaba sentado junto al fuego que habían encendido para calentarse, a esas horas de la tarde el frío calaba en los huesos. En un instante, todo pareció silenciarse sólo alguna voz y el crepitar de las llamas rompían el tenso sonido hueco del silencio. Esa calma le erizó los pelos de la nuca.

-          ¡A las monturaaaaas! – se escuchó gritar a Pedro, comandaba a gran parte de los señores allí presentes.
-          ¡Tots armatos! – gritó Alfonso cabalgando por el campamento, mientras Adrián observaba con gran pesar los últimos destellos del Sol.
-          ¡Muchacho! ¿Qvi vais a facer?
-          ¿Perdón? – le dijo Adrián al monje que le estaba preguntando.
-          Batallar claro – mintió
-          He visto esa cara en varias ocasiones a muchos hombres et lo último que ficieron fue batallar. – No pudo contestar. Flechas prendidas comenzaron a surcar el cielo hacia ellos. Una de ellas impactó al hombre que estaba sentado junto a Adrián.

Los caballos relinchaban temerosos. Los señores corrían a sus monturas, el infiel les había pillado casi desprevenidos. Algunas carpas estaban ardiendo, los sarracenos habían hecho una gran jugada.

-          ¡Reyno de León! ¡Senhores de Castilla! ¡Defendamos esta terra qui nos dio nuestro Senhor! ¡Abajo el infieeeeeeel! – gritó el Rey Ramiro.
-          ¡Abajo! – gritaron los señores.
-          ¡Levantad vuestras armas facia el Senhor!¡Qvi las bendiga et hónrenos con la victoria! – animaba el rey.
-          ¡Hónrenos! – secundaron a grito todos levantando las armas hacia el cielo.
-          ¡Nunc qui escuchen nuestra furia! – Gritó el soberano. Todos gritaron repetidas ocasiones con todas sus fuerzas, rugidos que parecía liberarles de cualquier tensión que tuvieran.
-          ¡Al ataqueeeee! – gritó Ramiro.

Los caballos árabes eran negros como el ébano, no se les advertía en la oscuridad de la noche hasta que no estaban encima. Sus jinetes vestían sedas en negro para camuflarse mejor. Con gran maestría atravesaron los obstáculos de maderas que habían colocado los cristianos con la esperanza de que en la noche las monturas chocaran bruscamente por no verlas con antelación. Algún alazán acabó en el suelo por ellas, incluso algún jinete cayó en los pequeños agujeros que habían tenido tiempo de excavar los leoneses.
Otra lluvia de flechas, esta vez sin fuego se avecinaba. Adrián cogió un escudo y se refugió bajo él.

-          ¡Adrián! ¡Huid al pueblo! – le gritó el monje.
-          ¿Qué dice? – le preguntó.
-          Huid a Villaflor, non sabéis luchar. – Los alazanes cabalgaban fuerte en el campamento. Los árabes a pie corrían por doquier, se enfrentaban a los leoneses chocando sus armas.
-          Pero…
-          ¡YA! – le gritó el monje al mismo tiempo que atravesaba un sarraceno con su espada.

Adrián cogió uno de los caballos asustados sin jinete, se montó con gran dificultad y sin mirar hacia atrás se alejó del campamento. Rápido alcanzó la calzada y la continuó. Como pudo frenó al caballo y se giró para contemplar la imagen en su lejanía.

Nuevas flechas prendidas surcaban el aire como millares de estrellas fugaces, las turbas sarracenas ganaban en número, sin embargo, los leoneses mostraban su furia blandiendo con valor sus armas. Los gritos de dolor, de ira, el acero chocando entre sí, llegaban hasta su posición, sentía frío y no por el clima, era un vacío interno. Se sentía entumecido y frágil. Tenía que huir de allí.

Cabalgó a oscuras por la calzada, disminuyendo la velocidad en las cuestas vertiginosas del puerto. No supo cuánto tardó en llegar al paso que daba nombre al pueblo, pero allí no estaban los guardias, las gruesas cadenas estaban retiradas a ambos lados del puente, todo estaba desierto. Los mugidos de las vacas se escuchaban cerca, seguirían guardando el ganado en el prado próximo.

Se acercó con cautela a un camino de tierra y se encontró de frente con un rebaño de vacas guiadas por varios pastores, con unas teas encendidas en las manos. Se asustó al ver unos cuernos inmensos, pero más de cerca, comprobó que se trataban de antorchas sin prender. El ganado se quejaba por el ajetreo que tenían esa noche.

-          ¿Donde est qui los llevan? – dijo Adrián.
-          Nunc el Padre Yustas quiere llevarlas a los prados altos del puerto.
-          Pero….
-          ¿Senhorito? ¿Qvi facéis aquí? ¿Qvi pasó en el Aravalle? – preguntó el sacerdote a Adrián. El rebaño continuó las órdenes de los pastores.
-          Los sarracenos nos ganan – dijo mientras se le aceleraba el pulso.
-          ¿Et qui facéis hinc?
-          Me mandan a comprobar el plan, será más que necesario llevarlo a cabo.- mintió alterado.
-          Perfecto. Aguardaremos la señal convenida.
-          ¿Qvi será pues? – preguntó Adrián, extrañándose al hablar así.
-          Qvuand toquen el cuerno, los moros ya estarán arrivando al paso. Las mujeres están en el prado con los hombres armatos. Allí encenderán las teas de las vacas que las conduciremos valle abajo para qui huyan despavoridos, en las siguientes poblaciones les esperan igual a oscuras con teas et con algarabío, del miedo deberían alcanzar las tropas qui viennet d’Ambroz et huir junts.
-          Suena bien – rio Adrián nervioso. Quería creer al cura y que todo su plan saliera a la perfección, pero ¿Realmente huirían los sarracenos?
-          Mais non todas las vacas est hinc – continuó el cura
-          ¿Non?
-          Otro prado al final del pueblo contiene el resto. Era imposible reunificarlas sin altercatos totas en un mismo lugar.
-          ¿Cómo sabrán el resto de pueblos qvand facer su parte?
-          Non revelemos tot al mismo tempo – dijo riendo el sacerdote.

Cabalgaron hasta el prado y allí se encontraron una disputa.

-          ¡Non podemos facer sempre lo qui nos pidan! ¿Qvi va a ser de nosotros? – gritaba un hombre alzando el puño.
-          ¿Qvi pasa hic? – preguntó el sacerdote enfadado.
-          ¡Moriremos tots! ¡Si non est en la lucha será de fambre! – volvió a gritar el hombre provocando agitación en los demás que allí esperaban.
-          Debemos protegernos, defender lo que est nostro. – gritó el sacerdote. Miró a Adrián pidiéndole apoyo y no sabía qué decir.
-          ¡Escuchad Villaflor! – gritó una mujer subiéndose a la cerca del prado – Mucho costó-nos levantar nestras casas et sustentar nestras familias. Non podemos rendirnos ahora.
-          ¡Cállate Aldonza! – gritó un hombre desde el prado.
-          ¡Tiene razón! – comenzó Adrián con la voz temblorosa – No dejéis qui el infiel os aparte et os robe vuestras cosechas. Non permitáis qui se apodere del valle, sois valientes, pasionales, y bravos. Non os conforméis con nada et el Xérite sempre será vuestro. – dijo dejándose llevar por el momento. No iba a tolerar que se rindieran como estaba a punto de hacer él, si en algo podía ayudar, ya que en el campo de batalla era un inútil, sería en no dejarles abandonar.
-          ¡El Xérit sempre nuestro! – gritó la mujer.

Los gritos de apoyo al plan cesaron al escuchar el sonido incesante de cascos de caballo, los gritos y choque de espadas resonaban en la ladera de las montañas. Árabes con antorchas bajaban al galope por la calzada. Rocas descuidadas, curvas inhóspitas y cercas imprevistas ocasionaban caídas a algunos de los sarracenos. No se percataban del prado que dejaban ladera arriba al atravesar el paso catenario. Adrián aún montado, salió del prado con cautela a observar, si el plan se torcía debía huir. No quería morir en la Edad Media, tenía que regresar a casa.

Cuando le parecieron cerca de un centenar de monturas las que habían pasado el paso valle abajo y multitud de guerreros a pie y ninguno de León empezó a preocuparse. ¿Habría muerto el rey? ¿Quedaba alguien allí arriba? ¿Por qué el monje le pidió que huyera? ¿Por qué no tocaban el cuerno ya? Adrián se bajó de la montura para descansar y entonces lo vio. Había cogido el caballo que portaba el cuerno. La sangre se le heló. ¿Qué debía hacer? ¿Lo tocaba ya? Esperó unos segundos mientras las tripas se le revolvían. ¿Por qué le tenía que pasar esto a él? Cogió el cuerno y echó a correr ladera arriba. Desde un canchal observó una hilera de antorchas en lo alto del puerto con estandartes. En la lejanía no vislumbraba de quien se trataba, pero si habían parado tenían que ser leoneses y castellanos. Inspiró hondo un par de veces y apretando bien los labios sopló por el cuerno. Apenas salió una nota como un trompetín. Estaba muy nervioso, los dedos le temblaban y estaban congelados. Todo el plan dependía de él.
Se tranquilizó un poco y volvió a intentarlo, sonó un poco más, pero nada aceptable. En ese instante escuchó ruido tras él, se giró y dejó caer el cuerno. Un grupo de sarracenos se acercaban riéndose.

Adrián desenvainó la espada sin afilar y descuidada que le habían dado en el campamento, e intentó parar alguno de los golpes, logró esquivar varios, pero en uno de los revés le tumbaron en el suelo.

-          ¡Allah Akbar! – gritó uno de ellos mientras dirigía a toda velocidad su espada hacia el pecho de Adrián. Una lanza atravesó el cuerpo del sarraceno, instantes antes de matarle.
-          ¿Y el cuerno? – preguntó el monje que le había obligado a huir, mientras se defendía de los otros dos moros.
-          Está aquí – dijo con voz escasa. El hombre atravesó a otro de ellos con la espada y antes de acabar con el último del grupo, éste le asestó un gran corte en la pierna.
-          ¡Traéme el cuerno! ¿Qué haces mirando? – le gritó a Adrián. Dolorido por la pierna, inspiró fuerte y con fuerza hizo resonar el cuerno en todo el puerto.

Al instante la línea parada en lo alto del puerto desapareció para ir descendiendo por la calzada, los habitantes empezaron a prender sus antorchas y las teas de las vacas. Los animales mugían asustados. Un fogonazo deslumbró la serranía un instante, una cruz en llamas ardía en lo alto de la montaña. La imagen sorprendió a Adrián en la oscuridad de la noche, esa era la señal que verían el resto de pueblos y utilizarían para encender las suyas sucesivas. Desde donde estaba vio cómo iban prendiéndose cruces en las montañas valle abajo. Las teas de las vacas resplandecían como floreciendo a lo largo de todo el valle. Poco a poco se iban iluminando las calles de los pueblos y se llenaban de gritos. En el prado cercano, no cesaba el jaleo.

-          ¡A por el infiel! – gritaban todos y cacharreaban con los utensilios del hogar, latones, tenazas de forja, braseros, Adrián pudo ver de todo. Iban dando golpes entre los fuertes mugidos del ganado. Acompañado del monje, bajaron la ladera que los separaba y se metieron en la multitud.
-          ¡Basta ya! ¡A por ellos! – gritaban las mujeres entre el algarabío. Los hombres también vociferaban cuanto podían para armar jaleo.
-          ¿Quiénes somos? – gritaba el sacerdote.
-          ¡¡Villaflor!! – contestaban
-          ¿Qvi queremos?
-          ¡¡No más infieles, no más batallas!! – gritaban los aldeanos calzada abajo con las vacas nerviosas y descontroladas. De lejos se veían un montón de teas en movimiento, en la oscuridad impresionaba. Adrián se imaginó que podían ser enemigos y se asustó.
-          ¡El Xérite será sempre nostro! – gritó un hombre junto a Adrián sonriéndole. El algarabío se hizo mayor cuando alcanzaron al ganado del otro prado que iba más lento según se angostaba el valle.

Caballeros del Reino de León cabalgaron con pendones campo a través para encabezar la marcha de las vacas, otros continuaron calzada abajo para intentar alcanzar a los sarracenos y darles muerte. Debían ayudar a los pueblos más cercanos a Ambroz por si el frente no había huido al ver descender tal despliegue de antorchas, según habían planeado con el sacerdote.

El monje paró a Adrián en un lateral de la calzada en las afueras de Villaflor.

-          ¿Qvi os pasa? ¿Estáis bien?
-          Non, la pierna, no aguanto el dolor.
-           Descansemos – dijo Adrián. Se sentaron en unas rocas cercanas. Los aldeanos seguían gritando y vociferando. Quería preguntarle por qué le había mandado huir aunque él mismo tenía pensado hacerlo.
-          ¿Est-qui ferido estáis fray Thiago?- preguntó Alfonso que trotaba tras los últimos habitantes armados.
-          En la pierna un gran tajo me dieron.
-          De faber sido más encima no fabría pasado nada tampoco – hizo la gracia otro caballero al lado.

El rey Ramiro llegó sin su yelmo con las manos ensangrentadas, su gesto era feroz.

-          ¡Insensato! ¡Si queríais huir faberlo hecho, mais nunca pongáis en peligro al resto! – gritó a Adrián bajándose del caballo.
-          ¡Majestad! – le paró Thiago cogiéndole del brazo. - ¡El muchacho sólo cumplía mis órtenes! Mais nunca pensé qui cogería el caballo del cuerno.
-          No fue mi intención – se excusó Adrián.
-          ¡Ramiro! ¡Majestad! – gritaba un señor en caballo.
-          Han prendido Xérite et en Vadillo, muy llano cercano a Cabezuela, pararon a luchar, mais se espantaron al ver las luces bajando - decía agitado.
-          Tras encontrarse con los pocos arribados de Ambroz, comandados por Diego Munnioz, en Peñaforcada subieron a la calzada traslaserra et despavoridos fueronse. – explicó otro caballero.
-          ¿Munnioz?
-          En efecto senhor.
-          ¡Traidor! Será apresado con su suegro. – dijo el rey.
-          ¿Et las baques?- preguntó uno de los señores de León.
-          Aún non sabemos qvand pararan, continuan fuyendo entre ellas se asustan mais.
-          Gracias Rufiano. – dijo Ramiro – los señores se retiraron dejándole solo con el fraile, Adrián y Alfonso.
-          Dad Gracia a Dios et al ingenio del pueblo extremeño si por vostra valentía et por vos fuera, fabriamos encontrado morte esta nocte. – añadió virando la montura para dirigirse a su casa de descanso.

El cansancio en Adrián y la impotencia le impidió contestarle al rey de León, fray Thiago dolorido le animó y despacio anduvieron cuesta arriba hasta la pequeña explanada del mercado. Se refugiaron y durmieron en una cuadra de una casa cercana.

Al alba los aldeanos comenzaron a alborotar las calles, no tardaron en apilar los muertos de la batalla frente a la parroquia y a rebelarse contra el rey y el cura por haber espantado al ganado. Adrián se despertó con el algarabío, la marca del cuerpo de Thiago estaba aún en la paja sobre la que habían dormido. Salió despacio de la casa cegado por la claridad.

Cerca de él estaba peleándose un aldeano con uno de los señores.

-          ¿Qvi est qui sucede hic? - preguntó un hombre a uno de los caballeros del rey. Adrián se acercó a ellos para escuchar.
-          Tots est enfadados, fay bastantes mortos et las bacas no tornan aún.
-          ¿Et los sarracenos?- volvió a preguntar el hombre
-          Non hay rastro de ellos.
-          ¡Pagaréis por nostro ganato!- les gritó un aldeano.
-          Est una desgracia, mas seguro que tornan. - dijo Adrián.
-          ¿Et sinon? - le contestó el campesino. No supo que responderle, les grito varios improperios y se fue de su lado, a proseguir preguntando y amenazando a otros soldados o señores.

Se encontraba al lado de una de las pocas casas que había junto a la iglesia, los aldeanos pasaban por allí trajinando lo poco que quedaba de su rutina. Estaban muy enfadados por perder su único sustento. Esa mañana no había puestos en el mercado.

 El cuerno volvió a resonar ésta vez en el ajetreo de la mañana. Un caballo atravesó galopando la plaza.

-          ¡Ya tornan!¡Ya tornan las bacas! - gritaba el hombre sin parar la montura. Los niños comenzaron a perseguirle riéndose, los aldeanos le siguieron emocionados. Subieron hasta el paso de cadenas, lo atravesaron y al llegar a la cima del puerto se reunieron con el rey Ramiro que allí aguardaba.

Las reses siguiendo su instinto, lejos de las casas o prados, habían ido regresando a los frescos pastos de la cima del puerto, ya en la meseta, donde en el seco verano extremeño descansaban.

-           Se debe facer saber – comenzó el Rey - qui en este locus tornaron las baques et se ha vencido a las tropas sarracenas, con la ayuda de Dios, la luz del fuego y el clamor del pueblo.- Adrián observó la alegría de los aldeanos, parecían aliviados aunque consternados por aquellos que habían muerto.
-          ¡Viva el Rei Ramiro! - gritó Pedro.
-          ¡Viva! - gritó el pueblo.
-          ¡Viva el Reyno de León!- gritó Alfonso.
-          ¡Viva! - gritaron todos con pasión.
-          ¡Viva qui Torna-bacas! - gritó una mujer.
-    ¡VIVAAAAA! - Todos aplaudieron con vítores, los niños empezaron a hacer corrillos cantando y los aldeanos celebrando la vuelta del ganado.


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