XXIII. BODA MEDIEVAL

Leonor colocó el farol en el borde del pilón, derramando todavía más lágrimas. Estaba frotando la capa contra las piedras y jabón. La mente de las Compostella, volaba al día en que nació Alonso, las tres hermanas estaban tan ajetreadas, que habían discutido. Mencía se puso la capa que la señora había regalado a Leonor, para salir al bosque a por las hierbas tranquilizantes de Elvira. Entre las zarzas había arañado la prenda y Leonor se enfureció, pues la pensaba vender para conseguir algo de dinero. Cuando regresó y discutieron, vino el bebé, fueron a atender el nacimiento, en el cual solo quiso que se quedaran las tres. Al nacer Alonso, Fadrique las echó y Mencía se fue a su habitación llevándose la capa consigo.

Ya no supieron más de ella, exceptuando que el clérigo la había vendido a unos mercantes de Braga.

Cuando estuvo limpia la capa, de los líquidos que había tenido el cuerpo y la tierra, volvieron a la casa. Nada más podían hacer, de momento, por lo que se retiraron a descansar. Adrián subió a su habitación, y pensando en su familia, se quedó dormido.

Los invitados de Blanca desde muy temprano andaban corriendo de un lado para otro. Todos tenían ropas sencillas, los colores y telas eran elegantes. Blanca estaba en el vestidor de Elvira, se casaría con el vestido de su madre, que había sido el de su bisabuela, y arreglándolo, era el ajuar de todas las generaciones.

D. Felipe acudió a acompañar a Alonso, mientras se vestía. Estaba orgulloso de su hijo, había tardado en concertarle otro matrimonio, pero no quería que perdiera oportunidad de aprender y vivir, no quería que su hijo viviera desde pequello sólo en las batallas.

En el salón estaba todo preparado, encima de las mesas había una gran sábana blanca y había cuencos de madera para todos. Dos grandes bancos a cada lado de las tres mesas. Una para los de baja clase social, que pertenecían a los criados y parte de la familia de Blanca, los nobles invitados por D. Felipe irían en una mesa que tenía los bancos algo tapizados y tenían vasos de metal. La mesa principal era de los novios, los testigos y los padres del matrimonio. El novio estaría tumbado en un diván y la mujer debería darle de comer, como muestra de inicio de la realización de sus deberes maritales.

En el jardín, habían colocado un par de ramas simulando un arco, ya que la pequeña capilla que inició Hernán no estaba finalizada. Entorno a ellas, estaban enrolladas con hiedra, rosas y lirios. Del punto más alto del arco, colgaba una cruz. El abad ya estaba allí. Lucía una túnica blanca con bordados y un sombrero muy alto. A cada lado del altar improvisado lucían los pendones de ambas familias. El blasón elegido por Alonso, a la izquierda, y el de la familia de Blanca, un águila negra bajo una llave dorada, a la derecha. Todos los invitados se encontraban de pie, exceptuando los nobles que estaban sentados en bancos de madera muy pequeños.

Adrián se levantó y se colocó su traje, parecía un guardia de cualquier cuento. Metió su espada en el cinturón, y salió al pasillo, donde se miró en un espejo. Su aspecto era noble, había adelgazado más y el corte de su cara era más varonil.  Del sombrero le salía algún que otro mechón corto, castaño, dorado y ondulado.

En el vestíbulo le esperaban los hijos de los nobles, que le miraban extrañados. Querían establecer relación con él y su familia, no conocían a nadie que tuvieran relación con los Condes de Matrice.
  
Todos juntos salieron al exterior. Se acercaron al lado izquierdo del arco, y allí se quedaron, no eran más de ocho. Adrián vio a Urraca que estaba en el lado opuesto, estaba con alguna hija de nobles, que habían acudido.

Desde la casa se escuchó la voz de D. Felipe:

-          ¡Senhores! Demos comienzo a la ceremonia.

El señor, con un sombrero con plumas de ganso y túnica azul marino, comenzó con paso firme su camino hacia el altar. Según caminaba hacía el arco, los sirvientes que estaban de pie detrás de los nobles, se iban inclinando a hacer una reverencia. Llegado el señor al lado de los mozos, entraron los padres de Blanca, los únicos que se agacharon fueron los miembros de su familia para rendirle homenaje, Gonzalo fue con el señor y la madre de Blanca con su sobrina.

El novio salió por la puerta y todos se giraron. Los criados también hicieron una reverencia al pasar Alonso. Llegó al tablero recubierto con una sábana, que hacía de altar, y se quedó mirando al ancho pasillo. Fadrique le sonreía. En ese momento salió Blanca con Nila y Leonor sujetándole la cola del hermoso vestido, no era muy larga, pero lo suficiente para llevar a las dos hermanas.

Adrián se fijó en los ojos de Alonso y en su expresión, por muchos años que hubieran pasado, esa felicidad que se aprecia en los ojos de un hombre, cuando ve a su pareja acercándose hacia él para contraer matrimonio, no había cambiado, y, fuera bajo el rito que fuera, no creía que cambiase nunca.

Nila iba con una túnica blanca, se veía que era un trozo de sábana bordada. Leonor llevaba una túnica igual a la de su hermana, pero por encima llevaba la capa azul de Mencía. Los sirvientes le miraban, aún desgastada, se apreciaba que el tejido de la capa era noble, era un atrevimiento por su parte.

Leonor no dejaba de mirar al abad, pero éste no le miró hasta que Blanca ya estaba frente al altar. Se colocó mejor la capa, sonriéndole. Fadrique le devolvió el gesto, pero se puso nervioso, reconocería esa capa en cualquier lugar.

Durante la ceremonia, Blanca tuvo que besar los pies de Alonso. Adrián miraba alucinado a todos, nadie se extrañaba, de hecho, parecía gustarles el gesto. Al finalizar, todos los hijos de nobles, se colocaron en los laterales del pasillo uno enfrente de otro. Adrián les siguió y, al posicionarse, alzaron las espadas y sables.

Los novios, agarrados por la mano a media altura, caminaron hacia la casa, pasando por debajo del gran arco creado por las armas. Los asistentes aplaudían, mientras que las hijas de los nobles tiraban pétalos de flores, detrás de ellos. Las Compostella, ya no le ayudaron con el vestido.

Entraron todos al comedor, y los sirvientes de la casa, les atendieron. Las mujeres estaban en un lado de la mesa diferente al de los hombres. Nila y Leonor a pesar de ser criadas de la Casa de Tremor, pudieron sentarse en la mesa de las mujeres, invitadas por D. Felipe, aunque apartadas. Adrián siguió a Urraca, que le esperaba, para llegar juntos a su asiento de testigos de honor. Cuando se sentaron los novios, dio comienzo el banquete.

Adrián observaba a Blanca, dar de comer muy cariñosamente, a Alonso, no podía creerlo, pero, él también estaba tumbado en un diván algo roto, mientras Urraca le estaba dando de comer a él.  Se sentía incómodo.

El abad estaba sentado en un taburete al lado de D. Felipe, y aunque éste le hablase, él tenía puesta la mirada en Leonor. ¿Cómo había conseguido la capa? ¿Cómo se había atrevido a llevarla?

Adrián intentaba no distraerse, en el diván, no quería quitarle ojo a Fadrique y a Leonor. Las miradas que ambos se cruzaban, no acabarían bien para la sirvienta, si continuaba desafiándole. Lo pensó al ver incrementadas las sonrisas forzadas, que el clérigo, daba al Conde.

Al finalizar los entrantes, los criados comenzaron a llevar, guisos de puchero como primer plato. Nila se levantó y se dirigió fuera del comedor, instantes después, bajo la atenta mirada de Adrián, el abad se disculpó de Felipe, y salió en la misma dirección.

Alonso estaba entreteniendo a su esposa y a Urraca, debía seguir a Fadrique por si hacía daño a la criada. Se excusó con el pretexto de ir al servicio y salió del comedor en dirección a la cocina. Lo más seguro que Nila habría ido hacia allí a indicar cualquier cosa. De camino, se encontró con Leonor.

-          Adrián, ha seguídole, seguro qui fará algo maligno.
-          Tranquila, volved al comedor, yo iré a ver qué ha ocurrido.
-          ¿Seguro senhorito?
-          Sí, vuelve dentro, no te preocupes. – La criada asintió con la cabeza y comenzó a subir las escaleras.

Tenía que encontrarles, seguro que Fadrique había aprovechado la ocasión para preguntar a Nila, sobre el secreto de la señora.

Los sirvientes subían y bajaban por las escaleras. Mientras pensaba hacia dónde habrían ido, unas voces llenaron el rellano, provenían de una de las habitaciones de menesteres que utilizaban los del servicio. Adrián se aproximó a la puerta entreabierta para escuchar.

-          ¡Contestadme criada!
-          Non sé qomo ha conseguido la mea hermana la capa senhor – se escuchó a Nila previo a una bofetada.
-          ¡Non mintáisme!
-          Non lo sé senhor, non peguéisme más por favor. – se escuchaba ahogada.
-          ¿Quoi más sábelo? -gritó.
-          Yo – Adrián abrió la puerta y entró. El abad soltó el cuello de Nila y se giró hacia él.
-          ¿Qvomo non? El senhor de Matrice tenía qui husmear en todo. – La criada sollozando, cogió una navaja, de un cesto cercano y se avalanzó sobre él. Fadrique toreó a la sirvienta y le empujó para que chocara de bruces contra la pared.
-          ¡Nila! ¡parad! – dijo Adrián.
-          Él dióle morte a mea hermana senhorito.
-          ¡Lo sé! pero has de irte para que Leonor no sospeche, no hay que formar escándalos en el desposo, esta nocte se lo comunicamos a D. Felipe.
-          Pero quiero..
-          Yo también querría matarle, ahora es mejor que salgáis de aquí. – Petronila tiró el cuchillo, se acercó al abad y, mirándole fijamente a escasos milímetros de él, le espetó:
-          ¡Non os libraréis, ni en la terra ni en el infierno d’ arder quomo el gusano qui sois! – pasó al lado de Adrián sin mirarle y salió dando un portazo.
-          Vaya vaya, ¿Debo daros las gracias por esta caritat de protegerme?
-          No, si no os necesitara… yo mismo os lo habría clavado – se envalentonó - por ganas de hacerlo que no sea. – Terminó atrevido.
-          No embravezcáis senhor… ¿Rememoráis ya lo qui arribabáis a facer? ¿O vestra senhoría de Matrice, Thithia et Xérit non lo rememora aún?
-          No creo que pueda acordarme, no sé por qué estoy aquí… en esta época. ¿Y tú? Seguro que sabes algo – se había atrevido mucho, pero Fadrique en vez de sobresaltarse sonrió.
-          Sí, mi señor os necesita. - empezó a ponerse más nervioso.
-           ¿D. Felipe? No me ha dicho nada sobre que necesitase mi ayuda. – preguntó Adrián inocentemente, intentando no mostrar sus nervios.
-          No, él no se entera de nada.
-          ¿Te refieres a Thirenae? ¿Verdad? – dijo algo temeroso. Cuando hizo esa pregunta vio algo de sorpresa en la cara de Fadrique. – Ese mundillo de los sueños – añadió.
-          No te aventures Adrián, ni siquiera yo termino de comprender esa tierra, no cometas el error de creer jugar con la ventaja y mostrar actitud arrogante. – le advertía el abad - Desde que te vi entrar en la cabaña de mi padre, creí que desconfiarías de él.
-          Así fue – dijo Adrián cada vez más asustado. - ¿Por eso le mataste? – dijo notando la sangre helada.
-          En este mundo, no se puede dejar rastro alguno de Thirenae, tuve que deshacerme de todo.
-          Pero…
-          No diré más
-          Quiero volver a casa, devuélveme…
-          ¡Aprende a escuchar Adrián! – el abad movió una daga que llevaba bajo el hábito y le empotró levitando contra las estanterías llenas de mantelería y sábanas.
-          ¡Bájame!
-          ¡Escúchame muchacho! ¡No insistas!¡Si te mando callar te callas! Ahora vuelve al comedor sin formar escándalo.
-          ¿Dónde está Elvira? ¿Qué harás con todos? ¿Los matarás como a Ghadeo? – dijo pateando contra la pared.
-          ¡No grites estúpido!¡Estáte quieto!
-          ¡Devuélveme a casa!
-          Debes ir a Thirenae.
-          No quiero ir ¿no lo entiendes? - comenzó alterado - sólo quiero ir a casa ¡Devuélveme!
-          Tienes que ir a Thirenae y ayudar.
-          Devuélveme a mi casa o cuando me sueltes iré corriendo al comedor y allí se lo contaré a D. Felipe.
-          No me asusta, pero me obligarías a matarlos a todos y contéstame… ¿Serías capaz de cargar con las muertes de todos los invitados? – viendo la cara de Adrián soltó una sonrisa altanera. – Me lo imaginaba.
-          ¡Déjalos a todos y haz el portal para devolverme ahora mismo!¡No les hagas daño!
-          ¡Callaos! – le gritó abofeteándole. - ¡Sal ahora mismo de aquí! y si no dices nada, quizá les deje vivir. Piénsalo, tu silencio, por las vidas de todos. – Adrián sentía el escozor y cómo las lágrimas de impotencia, refrescaban la mejilla enrojecida.
-          ¿Cuándo me devolverás? ¿Por qué no haces ahora el portal?
-          ¡Lárgaos! – el abad le bajó al suelo y con el puño cerrado volvió a propinarle un golpe con el sello en la cabeza. Adrián se secó las lágrimas impotentes por quererle herir, pero no podía. Salió de la habitación y volvió al restaurante, intentando esconder, el enorme nudo que luchaba por desatarse en su garganta. 


De camino al diván notó las miradas de las criadas de Compostella sobre él, pero no era capaz de mirarlas, si lo hiciera lloraría. Sentía que les había fallado, que les había traicionado. Siempre había sido bastante extremista con las cosas, pero aquella situación le sobrepasaba. Quería protegerles a todos, debía hacerlo para preservar el futuro. Se recordó que no hacía faltan todas, con que simplemente, mataran a una persona de allí, privando al mundo de su descendencia, podría ocasionar cualquier catástrofe, si en el futuro habían contribuido de cualquier modo a la reconquista, el mecenazgo, las colonias en América e investigación.

El segundo plato le esperaba junto a Urraca. Instantes después de que se recostara en el viejo diván, observó al abad que se sentaba junto a Felipe mirándole advirtiéndole y recordándole que no debía hablar con nadie sobre lo ocurrido.  Por suerte Alonso seguía comentando anécdotas suyas que había hecho crispar los nervios a los monjes de la abadía, tal como mezclar las tintas del scriptorium, esconderle libros a fray Paulos, y eso ayudó a Adrián a disimular.

Al terminar el postre, que consistió en varios tipos de quesos y frutas, el Conde de Tremor, se levantó junto con los padres de Blanca, a pronunciar unas palabras:

-          Estoi mui felix de faber desposado al meo filius ab Blanca, espero qui lo falláis pasato bien. Nunc empezará la danza. Siento decirles qui los músicos sólo tocarán ob los invitados nobles. – dijo D. Felipe, algo afligido.

-          Estamos encantados d’ entregaros a Blanca quomo vestra filla, D. Felipe, vestra merced sabrá cuidarla, al igual qui su señoría Alonso. Todos dejamos aquí a un miembro de nestra familia ob qui continúe el linaje de nestra sangre, de nestras tradiciones et nestro amor. Esperamos qui seáis felices et qui non tardéis en agrandar la familia – dijo Gonzalo. Todos los familiares de Blanca aplaudieron y armaron jaleo. Los vítores se mezclaban con las miradas despectivas de los nobles, podían tener alegría o euforia, pero eso no era un comportamiento decoroso.

El salón se fue vaciando, los criados retiraron las mesas a los lados y sobre el suelo de piedra comenzaron la danza medieval que los músicos estaban tocando. Todos los demás ya partían hacia sus casas, Leonor estaba allí para servir las bebidas.

Fadrique estaba observando la hermosa coreografía que los nobles hacían, cambiando de parejas, rotando entre ellos. No era muy diferente a los bailes reales que había podido contemplar años atrás.

Los novios estaban bailando en el centro. Adrián seguía conmocionado, no podía dejar de pensar en Fadrique. ¿Le llevaría ante Hördtein? ¿Y si no regresaba nunca a su época del mundo real? No paraba de darle vueltas, Limëy le había insistido en que buscase al servidor para poder entrar a Thirenae, pero éste, quería llevarle ante Hördtein. ¿Por qué necesitaba su ayuda? ¿Le matarían? Un escalofrío le recorrió la columna.

Se acercaron un grupo de chicas que estaban cuchicheando sobre él, varias le sacaron a bailar y le enseñaron un poco de coreografía. Tenía que integrarse para no desatar una masacre, pero al rato se cansó de tanta vuelta y decidió sentarse. Seguía desanimado. Una gran pena en el pecho le inundaba, no era justo que tuviera que resignarse a lo que le mandara el abad.

Se acercó a Fadrique que parecía estar medio dormido y se sentó a su lado, por dentro estaba lleno de temor.

-          Podría…
-          Ahora no tengo ganas de hablar contigo, sigue danzando o vete fuera. – Adrián con mucha rabia se quedó ahí sentado esperando que hablara, pero terminó enfadado volviendo al centro del salón. La gente que también estaba sentada, hablaba de cosas como el honor, el valor, la deshonra, el linaje...

Después de tocar hasta la noche, los músicos se despidieron. Los novios fueron a la puerta principal de la Casa Mayor, para despedir a los invitados. Los carruajes con candiles a los lados, fueron recogiendo a los nobles. Todos se despedían de la pareja. Alguno despedía a Adrián, pero solían pasar sin más.

Cuando todos se habían ido, volvieron al salón. Por el ventanal central se dejaba ver el cielo oscuro sin luna. Leonor ya estaba limpiando la estancia cuando entraron. Allí se reunían D. Felipe, el matrimonio, el abad, Adrián y las criadas. El Conde fue a salir del salón, intentó abrir la puerta, pero no abrió. Por más que empujaba no lo conseguía. Al principio Alonso sonrió, pero a los segundos, todos se miraban entre sí confusos, excepto Fadrique que empezó a reir.

-          ¿Quia est vestra risa?- dijo D. Felipe.
-          Por más qui intentéis salir, non vais a conseguirlo.
-          ¡Parad vestra idiotez! – exigió severo golpeando la puerta.
-          Nunquam podréis vencer la forza de la magia. – afirmó arrogante Fadrique.
-          ¿Con eso dio morte a la mea hermana? ¿eh? ¿Así arrebataistele la vita? – preguntó enfadada Leonor mientras Nila le respaldaba.

El abad le miró y con sólo levantar un brazo, y moverle, la de Compostella salió disparada contra la pared. Adrián se fijó en el brillo de la pequeña daga que empuñaba. Tenía la empuñadura dorada y una piedra negra azulada en el centro. La hoja era afilada y muy brillante.


-          ¡Callaos! Non os metáis ubi non os claman – dijo Fadrique con ímpetu.
-           Non os voi a permitir qui tratéis así a las meas criadas – gritó Alonso. Sacó la espada y le apuntó, Blanca estaba ayudando a Leonor a levantarse.
-          ¡Deteneos senhorito! Es peligroso, os puede dar norte – dijo Nila.
-          En la tomba qui hay fuera, non está vestra mater, sino mea hermana, non tentéisle – advirtió Leonor. - ¡Él dióla morte!¡Est peligroso!

D. Felipe miró a Fadrique con la mirada oscurecida, tenía enfado en cada expresión de su rostro:

-          ¡Callaos!
-          ¿Est eso cierto?- dijo Alonso con rabia.
-          Si, ibi est Mencía, envolví el suo corpo en la capa ob qui vestro pater creyera qui era Elvira – dijo confesando.

El Conde, fue bramando a por él espada en mano. El abad empuñó de nuevo la daga.

-          ¡¡Atigillum Totem!!- De la punta salieron varias cuerdas de energía, que ataron las manos de todos. Adrián intentó que la magia no le pudiera atar, pero al final no pudo hacer nada.
-          ¡Parad esto! ¿Por qui est-qui lo facéis?- gritaba el Conde- ¿Qvi queréis?- volvía a vociferar mientras intentaba zafarse de las cuerdas. Les era imposible, deshacerse de ellas. Sentían un entumecimiento general desde que las cuerdas brillantes rozaron sus muñecas. Adrián estaba aterrado, había llegado el momento ¿Estaba preparado? ¿Por qué les ataba a todos?

Fadrique movió la daga, y las criadas cayeron inconscientes, se acercó a ellas mientras los demás le gritaban, y poniendo la daga sobre sus cabezas, hizo que las sirvientas no recordasen nada de esa noche. Después, cogió la cruz negra que le colgaba del cuello, y susurrándola, todos desaparecieron del salón para aparecer en un lugar frío y oscuro. Tan sólo contemplaban oscuridad.


                                                                                                               SIGUIENTE CAPÍTULO

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